—Gracias —le digo.
Me pongo de pie y no sé si sentirme desilusionada porque no tengan aquí ningún registro o confiada en que el tal Olivier Berr pueda serme de ayuda.
—Bonne chance —me dice Carole con una sonrisa y alarga la mano para estrechar la mía. Mirándome a los ojos, a?ade—: Buena suerte.
Siguiendo las indicaciones para ir a pie que me ha dado Carole Didot, llego por unas calles secundarias hasta la atestada Rue de Rivoli. Dejo a la izquierda la fachada gótica del H?tel de Ville y paso delante de una serie de tiendas —H&M, Zara, Celio, Etam— que podríamos encontrar en la calle Newbury de Boston. Varias banderas francesas susurran en la brisa y sus franjas nítidas de color rojo, blanco y azul me saludan al pasar. Con la llegada del oto?o, los pocos árboles desperdigados por ahí se han puesto de un rojo intenso y han empezado a dejar caer las hojas sobre las aceras, donde las pisotean los transeúntes que pasan sin cesar.
Como me ha indicado Carole, giro a la izquierda en cuanto empiezo a tener a mi izquierda el enorme museo del Louvre y salgo a una plaza amplia, rodeada por los cuatro costados por las paredes del propio museo. Por un momento, me paro en seco, sin respiración. No sé mucho sobre la historia de Francia, pero recuerdo haber leído que el Louvre había sido un palacio y, al mirar alrededor, casi me imagino a un monarca del siglo XVII atravesando la plaza a grandes zancadas, seguido por su séquito.
Salgo por el otro lado y veo el puente peatonal que me ha mencionado Carole. Ha dicho que las barandillas del puente están llenas de candados que dejan allí los enamorados para indicar que sellan la relación. La idea resulta romántica, pero sé que, con o sin candados, las relaciones son temporales, aunque creamos en ellas con todo el corazón.
Miro hacia la derecha al cruzar el puente y sonrío al ver la punta de la torre Eiffel que asoma sobre los techos a lo lejos, del otro lado del río. La he visto miles de veces en fotografías, pero verla en persona por primera vez me recuerda que estoy aquí de verdad, a miles de kilómetros de mi casa y con un océano de por medio. En aquel momento echo muchísimo de menos a Annie.
Cuando llego a la mitad del puente de madera, me asalta de pronto una sensación de déjà vu, como si ya hubiera estado antes allí. Tardo un poco en darme cuenta del motivo y, cuando lo consigo, me paro tan en seco que la mujer que viene detrás de mí me lleva por delante. Farfulla algo en francés, me lanza una mirada fulminante y da una vuelta exagerada para alejarse de mí. No le hago caso y doy una vuelta en redondo despacio y con los ojos bien abiertos. A la derecha, al otro lado del Sena rutilante, la punta de la torre Eiffel abre un tajo, a lo lejos, en lo azul del cielo. A mis espaldas se alza el museo del Louvre, grandioso e inmenso, a orillas del río. A mi izquierda veo una isla que se comunica con dos puentes. Me pongo a contar los arcos: siete en el puente de la izquierda y cinco en el de la derecha. Al frente, el edificio que Carole ha denominado el Institut de France se parece mucho a otro palacio, como si este y el Louvre hubiesen sido en otro tiempo dos mitades del mismo territorio real.
El corazón me late con fuerza y me resuena en los oídos la voz de Mamie contándome el cuento de hadas que repetía tan a menudo que, cuando yo tenía la edad de Annie, me lo sabía de memoria.