—No se preocupe. Hablo un poco de inglés. Soy Carole Didot. ?Quiere acompa?arme?
Asiento con la cabeza y la sigo a lo largo del resto de la exposición; después pasamos rápidamente junto a otra serie de vídeos y más paredes llenas de documentos e información. Me conduce por una sala llena de fotografías de ni?os, que llegan hasta donde alcanza la vista. Me detengo y me agacho para leer una de las leyendas que está a la altura de los ojos.
?Rachel Fournier, 1937-1942?. En la fotografía, una ni?a morena, con el cabello recogido en dos coletas sujetas con lazos y una gran pelota de goma en la mano, sonríe mirando de frente a la cámara.
—Estos son los ni?os franceses que han perdido la vida —dice Carole con voz queda.
—Dios mío —murmuro.
Esta sala me impresiona aún más que las fotografías escalofriantes de la muerte que había visto en la otra. Mientras contemplo las fotos, aturdida, no puedo por menos de pensar en mi propia hija. Si el destino nos hubiese colocado en otro país, en otro momento, ella habría podido ser una de aquellas ni?itas de la pared.
—Casi once mil ni?os franceses murieron en la Shoah —me había dicho Carole, interpretando mi expresión—. Esta sala siempre me hace pensar en todo lo que podría haber sido, pero nunca fue.
Con sus palabras resonándome en los oídos, la sigo hasta un ascensor, donde aprieta el botón del cuarto piso. Mientras subimos en silencio, pienso en la familia de Mamie y en todo lo que se ha perdido.
Carole me conduce a una oficina moderna con dos sillas delante de un escritorio sobre el cual se amontonan libros y papeles. Por la ventana se ve la torre de una iglesia que sobresale por encima de una serie de apartamentos y en la pared hay unos dibujos infantiles que rezan maman. Me indica con un gesto una de las sillas y toma asiento detrás de su ordenador. Mientras mueve el ratón y presiona unas cuantas veces el teclado, me pregunta:
—?Qué la ha traído hasta París?
Le hago un resumen de la historia de Mamie y le digo que, al parecer, los nombres que me ha dado corresponden a familiares desaparecidos en el Holocausto. Le explico que los he encontrado a todos menos a Alain, del cual, aparentemente, no hay ningún registro. También le cuento que no entiendo lo que le ocurrió a mi abuela, porque tampoco consta ninguna Rose Picard en los documentos de deportación.
—Pero su abuela… Dice usted que huyó de París antes de que la arrestaran, ?no? —pregunta Carole.
Asiento con la cabeza.
—Sí; bueno, al menos eso creo. Ella nunca ha dicho nada y ahora tiene alzheimer.
Carole mueve la cabeza de un lado a otro.
—Así que el pasado… casi no existe para ella.
Vuelvo a asentir.
—Solo quiero saber lo que ocurrió. Ella me pidió que averiguara lo que sucedió con su familia. Si regreso sin una respuesta sobre Alain, temo que se le parta el corazón.
—Lamento no poder proporcionarle más ayuda, pero, si él no consta en los registros, no consta en los registros.
Me dejo llevar por el desaliento.
—?Y ya está? —pregunto con un hilo de voz—. ?Es posible que jamás averigüe lo que ha sido de él?
Carole vacila.
—Cabe aún una posibilidad más —dice.
—?Sí?
—Hay un hombre… —anticipa, pero se le pierde la voz y no acaba de decir lo que piensa. Por el contrario, pasa las hojas de un viejo fichero rotativo, hace una pausa y coge el auricular para marcar un número de teléfono. Al cabo de un momento dice algo rápidamente en francés, me mira, a?ade algo más y cuelga—. Voilà —dice, anota algo en una hoja de papel y me la tiende—. Tome.
La cojo y veo un nombre, una dirección y una serie de cuatro dígitos y la letra a.
—Es Olivier Berr —dice y sonríe levemente—. Es una leyenda.
Le dirijo una mirada inquisitiva.
—Tiene noventa y tres a?os —prosigue—, es un superviviente de la Shoah y ha dedicado la vida a confeccionar una lista de todos los judíos de París que han desaparecido y de todos los que han regresado.
La observo con incredulidad.
—?Son las listas de él diferentes de las que tienen ustedes?
—Oui —responde—. Proceden de las propias personas, las que estuvieron en los campos, las que acudieron a las sinagogas después de la guerra, las que todavía andan por ahí con las cicatrices de la pérdida. Nuestros registros son oficiales, mientras que los suyos son verbales y a veces resultan más reveladores.
—Olivier Berr —repito en voz baja.
—Dice que puede ir ahora. Este número es el código de acceso para la puerta de entrada. Dice que pase.
Asiento y el corazón me late con fuerza.
—?Cómo voy hasta allí?
Me indica la manera de ir andando y me dice que tal vez llegue antes a pie que en taxi.
—Además, podrá ver el Louvre y cruzar el Sena por el Pont des Arts —dice—. Aproveche para ver un poco de París mientras cumple su misión.
Sonrío y de pronto me doy cuenta de que ni siquiera me he molestado en buscar la torre Eiffel aún.