?Todos los días, el príncipe cruzaba el puente de madera del amor para ver a su princesa. Tenía a sus espaldas el enorme palacio y, por delante, el castillo abovedado que quedaba a la entrada del reino de la princesa. Tenía que atravesar un gran foso para llegar hasta su único amor verdadero y, a su izquierda, había dos puentes que conducían al corazón de la ciudad: uno con siete arcos y otro con cinco. A su derecha, una espada gigantesca cortaba el cielo y le advertía del riesgo al que se exponía. De todos modos, él acudía todos los días y afrontaba el peligro porque amaba a la princesa. Decía que todas las amenazas del mundo no bastarían para alejarlo de ella. Todos los días, la princesa se sentaba delante de su ventana y esperaba oír sus pasos, porque sabía que él nunca la defraudaría. él la amaba y, si le había prometido que iría a buscarla, cumpliría su promesa?.
Siempre había pensado que los relatos de Mamie no eran más que cuentos de hadas que ella había oído de ni?a, pero por primera vez me pregunto si los habrá inventado y ambientado en su querido París. Muevo la cabeza de un lado a otro y reanudo la marcha, a pesar de que me tiemblan las rodillas. Imagino a mi abuela cuando era adolescente, atravesando este mismo puente, contemplando los mismos edificios, con la misma corriente de agua bajo los pies e imaginando que un príncipe vendría a buscarla algún día. ?Habrá pisado hace como setenta a?os el mismo lugar en el que me encuentro ahora? ?Se habrá detenido en el puente a ver salir las estrellas por el este, por encima de la isla en medio del Sena, como espera verlas aparecer ahora desde su ventana todas las noches? ?Le habrá dado pena dejarlo atrás para siempre?
Reanudo la marcha y pienso en el que era mi preferido de los cuentos que me contaba, aquel en el cual el príncipe le dice a la princesa que, mientras haya estrellas en el cielo, la seguirá amando.
?Algún día —le dijo el príncipe a la princesa— te llevaré al otro lado de un mar inmenso para que veas a una reina cuya antorcha ilumina al mundo y mantiene libres y a salvo a todos sus súbditos?.
Cuando era ni?a, me repetía aquellas palabras e imaginaba que algún día yo también encontraría a un príncipe que me rescataría de la frialdad de mi madre. Imaginaba que montaba con él en su caballo blanco —evidentemente, en mis fantasías el príncipe tenía un caballo blanco— y me marchaba para siempre a aquel reino de cuento de hadas cuya reina mantenía a salvo a todo el mundo.
Ahora que tengo treinta y seis a?os, ya sé que no hay ningún príncipe apuesto y valiente que me espere para salvarme ni ninguna reina mágica que me proteja. Al final, solo podemos depender de nosotros mismos. ?Qué edad tendría Mamie cuando aprendió estas mismas verdades?
De pronto, aunque tengo la sensación de que el pasado de mi abuela me acuna, me siento más sola que nunca.
La Rue Visconti es estrecha y oscura, más callejón que calle. Las aceras son franjas delgadas a cada lado y una bicicleta solitaria apoyada contra una puerta negra me hace pensar en una tarjeta postal anticuada. Paso junto a varias tiendas y llego casi hasta el final, donde por fin encuentro el número 24: una inmensa puerta negra de dos hojas, debajo de un arco. Introduzco el código que me ha dado Carole —48A51— en el teclado numérico que hay a la derecha y, cuando la puerta emite un zumbido, la empujo hacia dentro. Cuando subo desde la fresca oscuridad del patio con arcadas hasta el segundo piso del edificio, la puerta ya está abierta. Doy unos suaves golpecitos en el marco, de todos modos, y del fondo del apartamento llega una voz grave y ronca:
—Entrez-vous! Entrez-vous, madame!
Entro, cierro la puerta con suavidad y avanzo por un corredor estrecho, lleno de estanterías rebosantes de volúmenes viejos encuadernados en piel. Llego a una habitación iluminada por el sol, donde encuentro, de pie junto a la ventana, a un hombre canoso y encorvado que mira hacia abajo, a la calle. Se vuelve cuando entro y me sorprendo al ver lo arrugada que tiene la cara, como si hubiese vivido centenares de a?os de historia, en lugar de los apenas noventa y tres que me había dicho Carole Didot. Me acerco para estrecharle la mano y me mira con extra?eza. Lo primero que me dice es:
—Ah, estadounidense.
Entonces sonríe y me llama la atención el brillo de sus ojos verdes: son los ojos de un joven y parecen fuera de lugar entre sus facciones hundidas.
—Madame Didot no me dijo que era usted estadounidense. En París nos saludamos con deux bisous, dos besos en la mejilla, querida.
Para demostrármelo, se agacha apenas para darme un beso leve en cada mejilla. Siento que me ruborizo.
—Perdón —farfullo.
—No hay nada que perdonar —dice—. Me encantan las costumbres de los estadounidenses. —Me indica una mesita con dos sillas de madera situadas cerca de la ventana y me dice—: Pase y siéntese.
Espera a que me siente y me ofrece una taza de té y, cuando la rechazo, se sienta conmigo.
—Me llamo Olivier Berr.
—Yo soy Hope McKenna-Smith. Le agradezco que me reciba aquí, aunque haya venido casi sin avisar —le digo poco a poco.
Trato de tener en cuenta su edad y también el hecho de que el inglés no sea su lengua materna.
—No hay problema —dice—. Siempre es un placer recibir la visita de una joven guapa. —Sonríe y me palmea la mano—. Tengo entendido que busca información.
Asiento con la cabeza y respiro hondo.
—Pues sí, se?or. Mi abuela es parisina. Me he enterado hace poco de que tal vez su familia muriera en el Holocausto. Creo que eran judíos.
Me mira por un momento.
—?Y no se ha enterado hasta hace poco?
Avergonzada, trato de explicárselo.
—Es que ella nunca hablaba de esto.
—Y usted fue educada en otra religión.
No es una pregunta, sino una afirmación.
Asiento con la cabeza.
—Soy católica.