Su voz es monótona, pero los ojos se le empa?an a medida que continúa.
—Estuvimos allí cinco días, antes de que nos trasladaran. El cuarto día se me murió en los brazos mi hijo, mi Nicolas. Y antes de que nos llevaran a Drancy y después a Auschwitz me separaron de mi mujer, aunque yo podía ver en sus ojos que ya se había ido. La pérdida de Nicolas le había quitado las ganas de vivir. Después me dijeron que no pasó la selección inicial en Auschwitz y que no lloró ni siquiera una vez cuando se la llevaron.
—Cuánto lo siento —murmuro, pero él le quita importancia con un ademán.
—Hace mucho tiempo —dice.
Veo que vuelve a concentrarse en su libro y estudia la página que ha dicho que contenía los registros que yo buscaba.
—Alors —dice y parpadea unas cuantas veces—, su familia: los Picard de la Rue du Général Camou. Los dos más peque?os, David y Danielle, murieron en Auschwitz. Al llegar. David tenía ocho a?os y Danielle, cinco.
—Dios mío —musito—. Eran criaturas.
Monsieur Berr asiente con la cabeza.
—La mayoría de los más jóvenes no regresaron. Los llevaron enseguida a la cámara de gas, porque los alemanes los consideraban inútiles. —Traga saliva y sigue leyendo—: Hélène, de dieciocho a?os, y Claude, de dieciséis, murieron en Auschwitz en 1942, lo mismo que la madre, Cecile. El padre, Albert, murió en Auschwitz a finales de 1943. —Hace una pausa y a?ade en voz baja—: Aquí dice que trabajó en el crematorio hasta que, en invierno, cayó enfermo. Debió de ser terrible para él, porque sabía lo que le esperaba.
Las lágrimas asoman a mis ojos y esta vez es demasiado tarde para apartarlas con un parpadeo. Monsieur Berr guarda silencio mientras los ríos me corren por las mejillas. Sus palabras tardan un rato en adentrarse en mi alma.
—?Murieron todos allí? —susurro—. ?En Auschwitz?
Me mira a los ojos y asiente lentamente con la cabeza, con cara de tristeza.
—?Y Alain? ?Cómo murió él?
Por primera vez, monsieur Berr se muestra sorprendido.
—?Morir? Pero si fue él quien me facilitó esta información.
Me lo quedo mirando fijamente.
—No comprendo.
Vuelve a mirar la hoja entornando los ojos.
—Pues sí, esta entrevista está fechada el 6 de junio del 2005. Lo recuerdo. Un hombre muy agradable. Ojos bondadosos. Siempre se sabe cómo es una persona por sus ojos. Estaba jugando al ajedrez con otro superviviente, un hombre que yo conocía. Así fue como llegué hasta él.
—Un momento —le digo. El corazón me late con fuerza mientras trato de comprender lo que me dice—: ?Me está diciendo que Alain Picard, el hermano de mi abuela, aún está vivo y que ha hablado con él?
Monsieur Berr parece preocupado.
—Bien s?r, estaba vivo en el 2005. No he vuelto a saber de él desde entonces. Nunca fue deportado, aunque padeció durante la guerra, como todo el mundo. Me dijo que se escondió y que, durante casi tres a?os, apenas tuvo qué comer. Un hombre, su antiguo profesor de piano, le proporcionaba un lugar donde dormir las noches de invierno más frías, pero le daba miedo poner en peligro a su propia familia, de modo que Alain dormía en las calles y a veces las monjas le daban algo de comer. Debe de tener ochenta a?os, si es que sigue vivo. Claro que yo tengo noventa y tres, querida, y, por ahora, no pienso rendirme.
Sonríe, pero me he quedado demasiado anonadada para responder.
—El hermano de mi abuela —murmuro—. ?Y sabe usted dónde está?
Monsieur Berr coge un bloc.
—?Tiene un bolígrafo? —pregunta.
Asiento con la cabeza y busco en mi bolso. Anota algo en un trozo de papel, lo arranca y me lo entrega.
—Esta es la dirección que me dio en el 2005. Queda en el Marais, el barrio judío, cerca de la Place des Vosgues. Allí lo encontré jugando al ajedrez.
—Mi hotel queda por allí —le digo.
Miro la dirección que me ha dado: 27, Rue du Foin, 2 B. Siento un escalofrío que me baja por la espalda.
—Pues bien —dice monsieur Berr—, vaya ahora mismo. El pasado no espera a nadie.
Capítulo 12
Atónita y sin dar crédito, me despido de monsieur Berr y bajo corriendo las escaleras. Mis pies me conducen otra vez hacia el Sena, donde me subo a un taxi en la calle principal y entrego al conductor el trocito de papel que me acaba de dar monsieur Berr. El taxista refunfu?a y se aleja del bordillo. Va cambiando de un carril a otro, cruza por un puente sobre el Sena y vuelve a girar hacia el este, donde continúa paralelo al río, mientras veo las torres gemelas de Notre-Dame cada vez más cerca por la ventanilla derecha. Finalmente tuerce a la izquierda y, después de una serie de giros y de vueltas, se detiene con un chirrido de los frenos delante de un edificio de piedra gris con un par de puertas inmensas de madera oscura. Le pago y, mientras se aleja, me acerco al portero automático.