Mueve la cabeza lentamente.
—No es tan insólito dejar atrás el pasado de esta manera. Mais, en su corazón, me imagino, es posible que su abuela se siga considerando juive.
Le cuento brevemente lo que ocurrió en Rosh Hashaná con la corteza del Star Pie.
Sonríe.
—El juda?sme no es solo una religión, sino un estado del corazón y del alma. Me figuro que tal vez todas las religiones son así para aquellos que creen de verdad en ellas. —Hace una pausa—. Usted ha venido aquí en busca de respuestas.
—Sí, se?or.
—Sobre lo que le ocurrió a su familia.
—Sí, se?or. Ella nunca los había mencionado hasta ahora.
Una vez más, asiente, comprensivo.
—?Lleva consigo los nombres?
—Sí —digo. Saco una copia de la lista de Mamie y se la entrego. Mientras sus ojos claros escudri?an la hoja, a?ado con rapidez—: Pero su hermano Alain no consta en ninguno de los registros del Holocausto.
Alza la vista y sonríe.
—Ah, sí, pero mis registros son diferentes.
Se pone de pie —le tiemblan un poco las piernas— y me hace se?as con un dedo torcido. Se dirige poco a poco, arrastrando un pie delante del otro, hacia el corredor atestado de libros.
—Yo tenía veinte a?os cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial y veintidós cuando empezaron a llevarnos lejos, desde las mismas calles de Francia. Sacaron del país a más de setenta y seis mil juifs, la mayoría de los cuales no regresaron jamás.
Muevo la cabeza a un lado y a otro. De pronto, me he quedado muda.
—Estuve en Auschwitz —prosigue.
Interrumpe súbitamente la lenta marcha por el pasillo y hace una pausa, como si su memoria lo retuviera. Al cabo de un rato reanuda la marcha—. Más de sesenta mil personas fueron enviadas allí desde Francia. ?Lo sabía? —Se interrumpe otra vez por un momento y tose—. Cuando regresé, después de la libération, no quedaba nadie. Ninguno de mis amigos ni de mis vecinos.
—?Y su familia? —pregunto.
—Todos han muerto —dice, impasible—: esposa, hijo, madre, padre, hermanas, hermano, tías y tíos, primos, abuelos. Todo el mundo. Cuando regresé a París, a mi casa, no había nadie esperándome. Nadie.
—Cuánto lo lamento —murmuro.
Empieza a afectarme la enormidad de la situación. Nunca había conocido a ningún superviviente de un campo de concentración y, mientras se repiten en mi cabeza las imágenes del Mémorial de la Shoah, parpadeo unas cuantas veces, como entumecida. Las atrocidades que muestran las fotografías le han ocurrido de verdad a este hombre amable que tengo frente a mí. Siento que se me llenan los ojos de lágrimas. Parpadeo para hacerlas desaparecer antes de que se dé cuenta.
Hace un gesto con la mano para descartar mis palabras.
—Es el pasado. No se lamente usted, mademoiselle. El mundo en el que vive usted hoy es muy distinto, afortunadamente. —Camina un poco más y observa con gravedad su pared de libros. Apoya un dedo nudoso en el lomo de un libro y después en otro—. El único lugar conocido al que podía ir cuando regresé era la sinagoga a la que iba cuando era ni?o, pero había sido destruida. Solo quedaba la estructura, nada más.
Me quedo clavada mientras lo observo revisar los libros. Extrae uno, lee algo en su interior y lo devuelve a la estantería.
?Cuando me di cuenta de que mis seres queridos no volverían más, me puse a pensar en la gran tragedia no solo de su muerte, sino también en la pérdida de su legado —prosigue—, porque, cuando se llevan a una familia entera y todos fallecen, ?quién contará su historia?
—Nadie —murmuro.
—Précisément. Y, cuando eso ocurre, es como si sus vidas se hubiesen perdido dos veces. Fue entonces cuando comencé a crear mis propios registros.
Alarga la mano y coge otro libro y entonces sus ojos se iluminan y sonríe. Pasa unas cuantas páginas y se detiene en una. Guarda silencio un momento, mientras lee.
—?Sus propios registros? —pregunto.
Asiente con la cabeza y me ense?a la página en la que se ha detenido. Veo unos garabatos en letra cursiva que llenan páginas con renglones pulcros y bordes amarillentos.
—Mis listas de los desaparecidos —sonríe y a?ade—: y de los encontrados y de las historias que los acompa?an.
Retrocedo un paso y observo con reverencia sus estanterías.
—?Todos estos libros son sus listas?
—Sí.
—?Y las ha compilado usted mismo?
Miro alrededor con incredulidad.
—Ocuparon mi tiempo durante aquellos primeros a?os —dice—. Así fue como dejé de vivir en la tristeza. Empecé a visitar sinagogas todos los días para consultar sus registros y hablar con todas las personas que encontraba.