—Podría ser por muchos motivos. Aunque nuestros registros son muy completos, de vez en cuando hay personas que no se han inscrito correctamente, sobre todo en el caso de ni?os. Se perdieron en el caos.
Me entrega los documentos y me siento a leerlos con atención. Durante los minutos siguientes, trato de entender las anotaciones: algunas manuscritas, otras escritas a máquina, todas en francés. En cuanto llego al tercero de los documentos que me ha dado —una hoja del censo—, se me agrandan los ojos.
Con letra inclinada, en una página con un sello que reza recensement, hay una lista de los miembros de la familia Picard de París en 1936 y entre los ni?os figura una hija, Rose, nacida en 1925.
A pesar de lo mucho que me interesa averiguar lo que ocurrió con los nombres que figuraban en la lista de Mamie y aunque ya había empezado a considerarlos miembros de su familia, hasta que no veo el nombre de pila de mi abuela y el a?o de su nacimiento garabateados con tinta indeleble no acabo de creérmelo.
El corazón me late con fuerza mientras miro fijamente la página.
Leo los escasos detalles. Aparentemente, como se desprende de la información que encontré en internet, el hombre que podría ser el padre de Mamie, Albert, era médico. Su femme, su esposa, Cecile, figura como sans profession. Debió de quedarse en casa con los hijos. Aparece el nombre de todos los ni?os —fils y filles—, incluida Rose, salvo Danielle, la más peque?a, que no nació hasta 1937, un a?o después del censo. En la lista también figura Alain, tan real como los demás.
Reviso toda la documentación y eso me lleva bastante tiempo, en parte porque constantemente se me llenan los ojos de lágrimas y en parte porque tengo que recurrir todo el tiempo al diccionario inglés-francés que he traído. Al final, no estoy más cerca que antes de averiguar lo que le ocurrió a Alain ni de saber lo que sucedió después de que deportaran a la familia. Ninguno de los ejemplares de los documentos de deportación contiene notas con información adicional. Lo último que consta para cada uno de los miembros de la familia —a excepción de Rose y de Alain, de los que no se dice nada— es que fueron todos deportados en trenes con destino a Auschwitz.
Vuelvo a llevar los documentos al mostrador, donde la mujer que me había ayudado antes levanta la vista y me sonríe.
—?Ha tenido suerte?
Asiento con la cabeza y siento que se me llenan los ojos de lágrimas.
—Creo que es la familia de mi abuela —digo con voz queda—, pero no sé qué fue de ellos después de su deportación.
Mueve la cabeza y asiente, muy seria.
—De las setenta y seis mil personas que se llevaron de Francia, solo sobrevivieron dos mil. Lo más probable es que fallecieran. Lo lamento mucho, madame.
Asiento y no me doy cuenta de que estoy temblando hasta que respiro hondo.
—?Y ha encontrado el nombre que buscaba? —pregunta al cabo de un momento.
Muevo la cabeza de un lado a otro.
—Solo en la hoja del censo. No hay ninguna constancia de que Alain Picard fuese arrestado ni deportado.
Se muerde el labio por un instante.
—Alors, hay otra persona que tal vez pueda ayudarla. Es una de nuestras investigadoras y habla un poco de inglés. Déjeme ver si está.
Hace unas cuantas llamadas breves en francés y me dice que Carole, de la biblioteca de investigación, me atenderá en treinta minutos. Me sugiere que espere en el mismo museo y me invita a echar un vistazo a la exposición permanente.
Bajo las escaleras hasta la sala de exposiciones, que está casi vacía, y de inmediato me llama la atención la cantidad de fotografías y documentos que llenan la sala larga y estrecha. En medio de la habitación se puede ver en una gran pantalla una película en francés y, mientras oigo una voz masculina que habla —supongo— del Holocausto, me acerco a la primera pared de la izquierda y me animo al ver que todas las leyendas están en inglés, además de en francés. Al final de la sala, una imagen estremecedora de unas vías de tren a ninguna parte que se proyecta sobre una gran pared blanca me recuerda el sue?o que tuve justo después de que Mamie me diera la lista.
Paso media hora absorta en mis pensamientos, mientras voy leyendo un testimonio tras otro sobre el comienzo de la guerra, la pérdida de los derechos de los judíos en Francia y en toda Europa y las primeras deportaciones fuera del país.
Todo esto no solo sucedió en vida de mi abuela, sino, muy posiblemente, a las personas que ella más quería en todo el mundo. Cierro los ojos y me doy cuenta de que me cuesta respirar. El corazón todavía me late en el pecho al doble de velocidad cuando oigo una voz de mujer delante de mí.
—?Madame McKenna-Smith?
Abro los ojos de golpe. La mujer que tengo delante es más o menos de mi edad, lleva el cabello casta?o recogido en un mo?o y tiene los ojos azules enmarcados por líneas de expresión. Lleva unos vaqueros oscuros y una blusa blanca.
—Sí, soy yo —digo y a?ado rápidamente—: Perdón, quiero decir, oui, madame.
Sonríe.