La lista de los nombres olvidados

En un bol grande, batir la mantequilla y el azúcar moreno con la batidora eléctrica. Incorporar los huevos, la esencia de vainilla y la nata.

 

Tamizar juntas la harina, el bicarbonato y la sal y a?adir a la mezcla hecha con la mantequilla, más o menos una taza a la vez. Batir lo justo para que quede todo bien mezclado.

 

A?adir los arándanos y las pepitas de chocolate. Revolver para distribuir bien.

 

Echar cucharaditas colmadas en una bandeja de horno para galletas untada con mantequilla, dejando suficiente espacio para que aumenten de tama?o. Hornear de 10 a 13 minutos. Dejar enfriar 5 minutos en la bandeja y después pasar a una rejilla.

 

 

 

Con estas cantidades se obtienen alrededor de cincuenta galletas.

 

Rose

 

Aquella noche, la puesta de sol fue más luminosa de lo habitual y, mientras contemplaba el horizonte, Rose pensó que la intensa luminosidad del cielo era uno de los trucos más maravillosos de Dios. Recordó con sorprendente claridad cuando se sentaba junto a la ventana del apartamento de su familia, en la Rue du Général Camou, y observaba el sol que se ponía por el oeste, sobre el Campo de Marte. Siempre le había parecido que la vista durante el crepúsculo era la combinación más hermosa de la magia divina y la humana: un precioso espectáculo de luz en torno a una torre de acero radiante y misteriosa. Solía imaginarse como una princesa en un castillo y que aquel espectáculo se organizaba solo para ella. Estaba segura de tener la mejor ventana de toda la ciudad y tal vez la mejor vista del mundo entero.

 

Sin embargo, aquello era cuando todavía estaba muy orgullosa de su país y de ser parisina. La torre Eiffel le parecía el símbolo de todo lo que aportaba grandeza a su querida ciudad.

 

Más adelante llegaría a odiar lo que representaba. Es increíble la rapidez con la que el cari?o y el orgullo se pueden transformar en algo sórdido e inexorable.

 

Rose observó el cielo del cabo Cod, que emitía un fulgor naranja, después se apagó hasta el rosado y por último al azul brillante que la hacía sentir en su casa y tan lejos del lugar en el que había iniciado su viaje. Aunque la puesta de sol en sí tenía un aspecto diferente allí del que tenía en París —suponía que por una cuestión atmosférica—, el ocaso cerúleo intenso era el mismo que tantos a?os atrás. La confortaba saber que, mientras que todo lo demás que había en el mundo podía cambiar, el final del espectáculo de luz divino seguiría siendo el mismo para siempre.

 

Rose tenía la sensación —estando allí sentada junto a la ventana— de que estaba ocurriendo algo importante, pero le costaba situarla: le daba la impresión de que alguien le había dicho algo de vital importancia, pero ?quién? ?Y cuándo? No recordaba haber recibido ninguna visita.

 

El sonido del timbre interrumpió las volutas de sus pensamientos y, tras echar de mala gana una última mirada a la estrella polar, situada por encima de la elevación del horizonte, se dirigió con lentitud hacia la puerta. Se preguntó cuándo había empezado a fallarle aquel cuerpo: recordaba cuando se movía sobre sus pies ligera como el aire y llena de gracia como la brisa. Le parecía que había sido ayer. En aquel momento, en cambio, sentía el cuerpo como un saco de huesos que tenía que llevar a rastras dondequiera que fuese.

 

En la puerta se encontró mirando fijamente a aquella enfermera amable cuyo nombre le resultaba imposible de recordar, aunque tenía un rostro que inspiraba confianza, según Rose.

 

—Hola, Rose —la saludó la enfermera, con una voz suave que le recordó que allí le tenían lástima. Ella no quería su compasión. No la merecía—. ?Baja a cenar? Las tres se?oras que comparten la mesa con usted la echan de menos en el comedor.

 

Rose sabía que no era cierto. Ella no podía recordar, ni por todo el oro del mundo, los nombres o ni siquiera los rostros de las tres mujeres con las que comía tres veces al día.

 

—No, me quedaré aquí —le dijo Rose a la enfermera—. Gracias.

 

—?Y si le traigo una bandeja a su habitación? —preguntó la enfermera—. Esta noche hay pan de carne.

 

—Me encantaría —respondió Rose.

 

La enfermera vaciló.

 

—?Así que hoy ha venido a verla su nieta?

 

Rose se esforzó por recordar.

 

—Ah, sí, sí —dijo rápidamente, porque la enfermera parecía segura y, desde luego, ella no quería que nadie supiera que estaba perdiendo la memoria.

 

La enfermera pareció animarse con la respuesta y por un momento Rose se sintió algo culpable por enga?arla.

 

—Qué bien —dijo la enfermera—. Parece que últimamente viene más a menudo. Fantástico.

 

—Sí, claro —dijo Rose, mientras se preguntaba cuándo habría estado allí su nieta.

 

Suponía que la enfermera no tendría motivos para mentirle y de pronto sintió una punzada de tristeza por no poder recordar las visitas. Le habría gustado mucho recordar la visita de Hope.

 

La enfermera le palmeó la espalda y prosiguió con la misma voz suave: —Parece que planea hacer un viaje emocionante —dijo la enfermera.

 

—?Un viaje? —preguntó Mamie.

 

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