La lista de los nombres olvidados

—De todos modos —dice—, es mejor cuando estamos en familia, sin extra?os.

 

Resisto la tentación de reconocerlo, porque sería egoísta, pero, como se supone que tengo que hacer lo correcto y lo correcto es ayudarla a comprender que, con el tiempo, su padre y yo tendremos que seguir adelante, le digo: —Podemos seguir siendo una familia, Annie. Que tu padre tenga una novia no cambia lo que siente por ti.

 

Annie me mira entornando los ojos.

 

—Es igual.

 

—Cielo, tanto tu padre como yo te queremos muchísimo —le digo— y eso no va a cambiar nunca.

 

—Es igual —repite y deja el bol en el escurreplatos—. ?Me puedo ir ya? Tengo un montón de tarea.

 

Asiento lentamente y la observo mientras se quita el delantal y lo cuelga con cuidado en el gancho que hay cerca de la nevera grande.

 

—?Estás bien, cari?o? —me atrevo a preguntar.

 

Asiente con la cabeza. Coge la mochila y atraviesa la habitación para darme un beso rápido e inesperado en la mejilla.

 

—Te quiero, mamá —dice.

 

—Yo también te quiero, mi vida. ?Estás segura de que estás bien?

 

—Que sí, mamá.

 

Ha recuperado el tono irritado y pone los ojos en blanco.

 

Se marcha antes de que pueda decir nada más.

 

Por la noche, después de cerrar la panadería, voy a visitar a Mamie. Durante el trayecto me da vueltas en las tripas una mezcla de inquietud, tristeza y aprensión que no alcanzo a comprender del todo. En el transcurso de un a?o me he convertido en la propietaria divorciada de una panadería que amenaza ruina y cuya hija la detesta y ahora resulta que hasta podría ser judía. Me da la impresión de que ya no sé quién soy.

 

Cuando entro, encuentro a mi abuela sentada junto a la ventana, mirando hacia el este.

 

—?Hola, cielo! —dice, volviéndose—. No te oí llamar.

 

—Hola, Mamie.

 

Cruzo la habitación, le doy un beso en la mejilla y me siento a su lado.

 

—?Sabes quién soy? —pregunto, vacilante, porque esta conversación dependerá de su grado de lucidez.

 

Parpadea.

 

—Desde luego, cielo. Eres mi nieta, Hope.

 

Suspiro aliviada.

 

—Exacto.

 

—Es una pregunta absurda —comenta.

 

Suspiro.

 

—Tienes razón. Una pregunta absurda.

 

—?Y cómo estás, cielo? —inquiere.

 

—Estoy bien, gracias —digo y espero, tratando de encontrar la manera de sacar a relucir lo que necesito saber—. He estado pensando en lo que me dijiste la otra noche y tengo algunas preguntas.

 

—?La otra noche? —pregunta Mamie.

 

Inclina la cabeza a un lado y se me queda mirando.

 

—Acerca de tu familia —digo con suavidad.

 

Los ojos le titilan y los dedos retorcidos se ponen en movimiento y soban las borlas de los extremos de su pa?uelo.

 

—La otra noche, en la playa —prosigo.

 

Me mira fijamente.

 

—?Cómo vamos a ir a la playa? Si estamos en oto?o…

 

Respiro hondo.

 

—Nos pediste a Annie y a mí que te llevásemos y nos contaste algunas cosas.

 

Mamie parece más confundida.

 

—?Annie?

 

—Mi hija —le recuerdo—, tu biznieta.

 

—?Ya sé quién es Annie! —me espeta y aparta la mirada.

 

—Tengo que preguntarte una cosa, Mamie —digo al cabo de un momento—. Es muy importante.

 

Se pone a mirar por la ventana otra vez y al principio me parece que no me ha oído, pero finalmente dice: —Sí.

 

—Mamie —digo poco a poco, vocalizando cada sílaba para no correr el riesgo de que me malinterprete—, tengo que saber si eres judía.

 

Vuelve la cabeza hacia mí con tanta rapidez que me echo atrás en el asiento, sobresaltada. Me perfora con la mirada y sacude la cabeza de un lado a otro.

 

—?Quién te ha dicho eso? —me interpela, con voz aguda y crispada.

 

Yo misma me sorprendo al notar que me desanimo un poco. Aunque me cuesta creer lo que ha dicho Gavin, me doy cuenta de que había empezado a aceptar la posibilidad.

 

—Pues nadie… —digo—. Se me ocurrió que…

 

—Si fuera judía, tendría que llevar la estrella —continúa mi abuela, enfadada—. Lo exige la ley. Y no ves que lleve la estrella amarilla, ?verdad? No hagas acusaciones que no puedes demostrar. Me voy a Estados Unidos a visitar a mi tío.

 

La miro fijamente. Se ha sonrojado y le relampaguean los ojos.

 

—Mamie, soy yo —digo con suavidad—: Hope.

 

Pero no parece oírme.

 

—No me acoses o te denuncio —dice—. Que esté sola no te da derecho a aprovecharte de mí.

 

Muevo la cabeza de un lado a otro.

 

—No, Mamie, yo jamás…

 

Me interrumpe.

 

—Ahora, si me perdonas…

 

Me quedo boquiabierta cuando se pone de pie con una agilidad sorprendente y se dirige rápidamente a su dormitorio. Da un portazo.

 

Me levanto, dispuesta a seguirla, pero me quedo inmóvil. No sé qué decir ni qué hacer. Me siento fatal por haberle dado un disgusto y me desconcierta que haya reaccionado con tanta violencia.

 

Al cabo de un momento, voy tras ella y llamo con suavidad a su puerta. Oigo que se levanta de la cama —los muelles de su viejo colchón crujen en se?al de protesta—, abre la puerta y me sonríe.

 

—Hola, cielo —me dice—. No te había oído entrar. Perdóname. Solo me estaba pintando los labios.

 

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