La lista de los nombres olvidados

Efectivamente, se acaba de poner otra capa de color burdeos. Me la quedo mirando un momento.

 

—?Estás bien? —pregunto con vacilación.

 

—Desde luego que sí, cielo —dice con entusiasmo.

 

Respiro hondo. Aparentemente, no recuerda nada de su estallido de hace un rato. Entonces la cojo de las manos. Necesito una respuesta.

 

—Mamie, mírame —le digo—. Soy tu nieta, Hope. ?Te acuerdas?

 

—Claro que me acuerdo. No seas tonta.

 

Le sujeto las manos con firmeza.

 

—Escucha, Mamie, no te voy a hacer da?o. Te quiero mucho, pero necesito saber si tu familia es judía.

 

Le vuelven a relampaguear los ojos, pero ahora insisto para asegurarme de que no aparte la mirada.

 

—Mamie, soy yo —le digo y siento que sus manos se aferran a las mías—. No pretendo hacerte da?o. Necesito que me respondas.

 

Me clava la mirada por un momento y después se aleja de mí. La sigo cuando regresa a grandes zancadas a la ventana del salón. Empiezo a pensar que se ha olvidado de mi pregunta y, cuando por fin habla, lo hace en voz tan baja que es casi un susurro: —Dios está en todas partes, cielo. No puedes delimitarlo a una sola religión. ?Acaso no lo sabes?

 

Le pongo una mano en la espalda y me anima que no se resista. Contempla el cielo de color perla a medida que el azul va penetrando en el suelo a lo largo del horizonte.

 

—No importa lo que pensemos de Dios —continúa con el mismo tono suave y uniforme—, porque todos vivimos bajo el mismo cielo.

 

Vacilo.

 

—Los nombres que me has dado, Mamie —digo en voz baja—, los Picard, ?son familiares tuyos? ?Se los llevaron durante la Segunda Guerra Mundial?

 

No responde y sigue mirando por la ventana. Al cabo de un momento, pruebo fortuna otra vez.

 

—Mamie, ?era judía tu familia? ?Eres judía?

 

—Claro que sí —dice y me quedo tan sorprendida de que me responda enseguida que doy un paso atrás.

 

—?De verdad? —pregunto.

 

Asiente con la cabeza. Finalmente, se vuelve y me mira.

 

—Pues sí, soy judía —dice—, pero también soy católica —hace una pausa y a?ade— y musulmana.

 

Se me cae el alma a los pies. Por un momento pensé que sabía lo que decía.

 

—Mamie, ?qué quieres decir? —le pregunto, tratando de que no me tiemble la voz—. Tú no eres musulmana.

 

—?Acaso no es todo lo mismo? Son los seres humanos los que crean las diferencias. Eso no significa que Dios no sea siempre el mismo. —Se vuelve a mirar por la ventana otra vez y, al cabo de un momento, murmura—: El lucero…

 

Sigo su mirada hasta el primer agujerito de luz que brilla al atardecer. Observo yo también por un momento, tratando de ver lo mismo que ella y tratando de comprender por qué todas las noches se sienta frente a la ventana a buscar algo que, aparentemente, nunca encuentra.

 

Al cabo de un buen rato, se vuelve hacia mí y me sonríe.

 

—Mi hija Josephine vendrá a verme un día de estos —me dice—. Tienes que conocerla. Te caería bien.

 

Muevo la cabeza de un lado a otro y miro al suelo. Decido no decirle que mi madre ha muerto hace tiempo.

 

—Seguro que sí.

 

—Creo que iré a descansar —dice y me mira sin el menor asomo de reconocimiento—. Gracias por venir. Me ha gustado que vinieras a visitarme. Te acompa?o a la puerta.

 

—Mamie… —lo intento.

 

—No, no —dice—. Mi mamie no vive aquí, sino en París, cerca de la torre, pero le diré que le has dejado recuerdos.

 

Abro la boca para responder, pero no me sale ninguna palabra. Mamie me conduce hacia la puerta.

 

Ya he cruzado el umbral y la puerta está a punto de cerrarse tras de mí, cuando de pronto Mamie la vuelve a abrir apenas una rendija y se me queda mirando fijamente un buen rato.

 

—Tienes que ir a París, Hope —dice, muy seria—. Tienes que ir. Ya estoy muy cansada y casi me ha llegado la hora de dormir.

 

Entonces cierra la puerta y me quedo contemplando una gama anodina de pinturas de color azul claro.

 

Permanezco allí estupefacta tanto rato que ni siquiera me doy cuenta cuando se me acerca la enfermera, Karen.

 

—?Se?orita McKenna-Smith? —me dice.

 

Me vuelvo y la miro sin verla.

 

—?Se encuentra usted bien? —pregunta.

 

Asiento lentamente.

 

—Creo que voy a ir a París.

 

—?Ah! Pues… qué bien —dice Karen con vacilación. Evidentemente, piensa que he perdido la razón y no es para menos—. Ejem, ?y cuándo?

 

—Lo antes posible —le digo y sonrío—. Tengo que ir.

 

—De acuerdo —dice, aún perpleja.

 

—Me voy a París —repito para mí misma.

 

 

 

 

 

Capítulo 10

 

 

GALLETAS CAPE CODDER

 

INGREDIENTES

 

1 barra de mantequilla blanda (alrededor de 100 gramos) 2 tazas bien compactas de azúcar moreno

 

2 huevos grandes

 

? cucharadita de extracto de vainilla

 

2 cucharadas de nata para montar

 

3 tazas de harina

 

2 cucharaditas de bicarbonato

 

? cucharadita de sal

 

1 taza de arándanos secos

 

1 taza de pepitas de chocolate blanco

 

PREPARACIóN

 

Precalentar el horno a 190 grados.

 

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