La lista de los nombres olvidados

Me sigue al interior y se me queda mirando mientras doy la vuelta al cartel para que se lea ?abierto?.

 

—Acabo de llegar —dice—. Además, abres a las seis y no me ha parecido bien molestarte antes de esa hora.

 

Le hago se?as para que me siga.

 

—Tengo unos pasteles en el horno. Lo siento, pero voy un poco retrasada esta ma?ana. ?Quieres café?

 

—Pues sí —dice.

 

Se detiene delante del mostrador, pero le vuelvo a hacer se?as para que me siga al obrador.

 

—?Puedo ayudarte en algo? —pregunta y se arremanga, como si ya estuviera dispuesto a lanzarse al ataque.

 

Muevo la cabeza de un lado a otro y le sonrío.

 

—No hace falta —le digo—, a menos que puedas volver atrás el tiempo para que no vaya retrasada.

 

Muelo una taza de granos de café y, cuando me doy la vuelta, me sorprende ver a Gavin llenando la cafetera de agua y poniéndole el filtro, como si estuviera en su casa.

 

—Gracias —le digo.

 

—?Una ma?ana complicada? —pregunta.

 

—Más que complicada, extra?a. Recibí tu e-mail. Gracias.

 

—?Te ha sido útil?

 

Asiento con la cabeza.

 

—He estado un buen rato mirando las páginas.

 

—?Y?

 

—He encontrado todos los nombres que figuran en la lista de mi abuela, salvo uno. —Echo el café molido en el filtro y Gavin pone en marcha la cafetera. Guardamos silencio un rato, mientras el aparato empieza a borbotear y escupir—. No he encontrado a Alain, pero todos los demás fueron deportados en 1942. La más peque?a tenía cinco a?os. La madre no era mucho mayor de lo que soy yo ahora. —Respiro hondo y siento que me tiembla el pecho—. Todavía me cuesta creer que sean familiares de mi abuela.

 

—?Cómo es eso?

 

De pronto, me da vergüenza y aparto la mirada.

 

—No lo sé. Lo cambiaría todo.

 

—?Qué es lo que cambiaría?

 

—Quién es mi abuela —digo.

 

—En realidad, no.

 

—Cambia quién soy yo —a?ado con voz queda.

 

—?Ah, sí?

 

—Me convierte en judía al 50 por ciento o al 25 por ciento, supongo.

 

—Pues no —dice Gavin—. Solo querría decir que has tenido en ti esa parte de su pasado todo el tiempo. Querría decir que siempre has sido judía al 25 por ciento. No cambiaría nada de lo que eres en verdad.

 

De pronto me da la impresión de estar hablando con un terapeuta y no me gusta nada.

 

—No te preocupes —le digo. La jarra de la cafetera solo se ha llenado hasta la mitad, pero la cojo con brusquedad y le sirvo una taza, para cambiar de tema—. Has venido más temprano de lo habitual esta ma?ana.

 

En cuanto salen las palabras de mi boca me doy cuenta de que podría dar la impresión de que le voy siguiendo la pista y me ruborizo, pero Gavin no parece advertirlo.

 

—No podía dormir y quería saber cómo iba tu búsqueda.

 

Asiento con la cabeza y lo asimilo mientras me sirvo una taza de café.

 

—?Vas a ir a París? —pregunta.

 

—Es que no puedo, Gavin.

 

Suena el reloj del horno y noto que me observa cuando me pongo las manoplas y retiro dos bandejas de Star Pies. Bajo diez grados la temperatura para adecuarla a los cruasanes que ya he estirado y formado y me dirijo a la tienda para ver si ha entrado alguien sin que me hubiese dado cuenta. No hay nadie. Gavin espera a que haya introducido los cruasanes en el horno antes de volver a hablar.

 

—?Por qué no puedes ir? —pregunta.

 

Me muerdo el labio.

 

—No me puedo permitir el lujo de cerrar la panadería.

 

Gavin lo capta y yo lo miro con disimulo para saber si me está juzgando. Veo que no.

 

—Vale —dice lentamente.

 

Advierto que no ha preguntado el motivo y me alegro. No quiero tener que dar explicaciones a nadie de mi situación.

 

—?No hay nadie que se pueda hacer cargo por unos días en tu lugar? —pregunta al cabo de un momento.

 

Lanzo una carcajada y me doy cuenta de que suena amarga.

 

—?Quién? Annie ni siquiera tiene, en teoría, edad suficiente para trabajar aquí y no tengo dinero para contratar a nadie.

 

Gavin parece pensativo.

 

—Seguro que tienes amigos que se pueden hacer cargo.

 

—Pues no —digo—, no tengo.

 

?Otro de mis numerosos fracasos?, a?ado para mis adentros.

 

Nos interrumpe la campanilla de la puerta de entrada y salgo a atender al primer cliente del día. Es Marcie Golgoski, la bibliotecaria del pueblo desde que yo era ni?a. Mientras le sirvo una taza de café para llevar y le envuelvo —como siempre— una magdalena de arándanos, espero que Gavin no se mueva de la cocina. Sé lo que ella pensaría si supiera que está en el obrador conmigo y no quiero que nadie del pueblo empiece a hacer suposiciones acerca de mi vida privada. Este pueblo me gusta mucho, pero hay tanto chismorreo que parece un instituto.

 

El reloj del horno suena justo cuando le estoy cobrando a Marcie y me apresuro a regresar al obrador en cuanto se marcha, por temor a que los cruasanes se doren demasiado. Me sorprendo al ver a Gavin apoyando la bandeja con cuidado en una rejilla para que se enfríe.

 

—Gracias —le digo.

 

Me responde con una inclinación de cabeza y se quita los agarradores.

 

Kristin Harmel's books