La lista de los nombres olvidados

Trago saliva varias veces. Cecile Picard habría tenido cuarenta y un a?os cuando murió, solo cinco a?os más que los que tengo ahora. Sé que Mamie nació en 1925, de modo que tendría diecisiete en 1942. ?Podría ser que Cecile fuera su madre? ?Mi bisabuela? Si así fuera, ?cómo es posible que jamás hubiéramos hablado antes de esto?

 

Parpadeo unas cuantas veces y, cuando leo la información sobre Danielle, se me encoge el corazón.

 

 

Danielle Picard, nacida el 4 de abril de 1937. Procedente de París, Francia. Deportada a Auschwitz. Murió en 1942.

 

Solo tenía cinco a?os.

 

Cierro los ojos y trato de volver a respirar con calma. Al cabo de un momento, busco en Googgle la tercera organización que mencionó Gavin: el Mémorial de la Shoah. Hago clic en el enlace y escribo en la casilla de búsqueda el primer nombre de la lista de Mamie: Albert Picard. Me quedo paralizada cuando lo encuentro.

 

 

Monsieur Albert PICARD, né le 26/03/1897. Deporté à Auschwitz par le convoi no 58 au départ de Drancy le 31/07/1942. De profession médecin.

 

Me apresuro a copiar y pegar la entrada en un traductor en línea y consulto el resultado. Albert Picard, nacido el 26 de marzo de 1897 y deportado a Auschwitz en el convoy número 58, que partió de Drancy el 31 de julio de 1942. Era médico.

 

Pasmada, introduzco los demás nombres. No dice lo que les ocurrió, sino solo la fecha en que fueron deportados. Todos habían sido llevados a Auschwitz en los convoyes 57 o 58, a finales de julio de 1942.

 

Encuentro todos los nombres, salvo el de Alain, que, según la lista de Mamie, habría tenido once a?os cuando, aparentemente, se llevaron a toda su familia. Me quedo desconcertada delante de la pantalla.

 

Miro el reloj. Aquí son las cinco y media de la ma?ana. En Francia están adelantados seis horas, de modo que, probablemente, alguien habrá en las oficinas del museo. Respiro hondo, trato de no pensar en la factura del teléfono y marco el número que aparece en la pantalla.

 

El teléfono suena seis veces y salta un contestador en francés. Corto y vuelvo a marcar, pero otra vez responde un contestador. Vuelvo a mirar el reloj: ya debería estar abierto. Marco por tercera vez y, al cabo de unas cuantas llamadas, responde una mujer en francés.

 

—Hola —digo y exhalo aliviada—, llamo de Estados Unidos y lo lamento, pero casi no hablo francés.

 

La mujer me responde enseguida en un inglés con mucho acento.

 

—Está cerrado —dice—. Es sábado. Los sábados está cerrado, por el sabbat. Yo he venido a acabar un trabajo de investigación.

 

—?Ay! —digo, acongojada—, perdón. No me había dado cuenta. —Hago una pausa y pregunto con un hilo de voz—: ?Me puede responder a una pregunta rápida?

 

—Nuestras normas no lo permiten —dice con firmeza.

 

—Por favor —le digo con voz queda—. Estoy tratando de localizar a alguien. Por favor.

 

Guarda silencio por un momento, pero al final suspira.

 

—De acuerdo. Rápido.

 

Le explico a toda prisa que estoy buscando a unas personas que tal vez sean familiares de mi abuela y que he encontrado algunos nombres, pero me falta uno. Vuelve a suspirar y me dice que el museo dispone de algunos de los mejores registros de Europa, porque la policía francesa —la que llevaba a cabo las deportaciones— las apuntaba meticulosamente.

 

—En el resto de Europa —dice— han desaparecido la mitad de los registros, pero en Francia sabemos los nombres de casi todas las personas que fueron deportadas de nuestro país.

 

—Pero ?cómo puedo averiguar lo que les ocurrió después de la deportación? —pregunto.

 

—Lamentablemente, muchas veces no se puede —dice—, pero en algunos casos sí. Aquí disponemos de los documentos escritos, el censo y otras cosas. Algunas de las tarjetas de deportación contienen notas que indican lo que les ocurrió a esas personas.

 

—?Y para encontrar a Alain? Es el nombre que no figura en su base de datos.

 

—Eso es más difícil —dice—. Si no fue deportado, es probable que no conste, pero usted puede venir a buscarlo en nuestros registros. Hay una bibliotecaria que la ayudará. Tal vez lo encuentre.

 

—?Que vaya a París? —pregunto.

 

—Oui —dice—, es la única forma.

 

—Gracias —murmuro—, merci beaucoup.

 

—De rien —responde—. ?Tal vez la veamos pronto?

 

Vacilo solo por un momento.

 

—Tal vez nos veamos pronto.

 

Los resultados de la búsqueda y la conversación con la mujer del museo me han dejado tan impresionada que empiezo tarde a poner los Star Pies en el horno y a preparar las tartaletas rosadas de almendras. Esto no me suele pasar, porque atenerme estrictamente a los horarios de la ma?ana es lo que impide que me vuelva loca la mayoría de los días. Por eso, cuando suena el reloj de la cocina que me avisa que son las seis de la ma?ana y es hora de abrir la panadería, me encuentro en un estado de desorganización muy poco frecuente en mí.

 

Corro a la puerta y me sorprendo al ver a Gavin esperando pacientemente de pie en el exterior. Cuando me ve a través del cristal, me sonríe y me saluda con la mano. Giro la llave en la cerradura.

 

—?Por qué no has llamado? —le pregunto mientras abro la puerta—. Te habría hecho pasar.

 

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