La lista de los nombres olvidados

—Ah, sí, ?no se lo ha dicho? —continuó la enfermera, animada—. Va a ir a París.

 

De pronto, Rose lo recordó todo: que Hope había ido a verla y lo confundida que había quedado Annie cuando, a principios de la semana, Rose había entregado a su madre la lista de nombres. El rostro de Hope estaba lleno de preocupación aquella misma tarde. Cerró los ojos por un momento y las revelaciones la envolvieron, hasta que oyó a lo lejos la voz de la enfermera, que la hacía regresar.

 

—?Rose? ?Se?ora McKenna? ?Se encuentra bien?

 

Rose se obligó a abrir los ojos y fingió una sonrisa. A lo largo de los a?os se había vuelto experta en simular felicidad. Era —pensó— un talento espantoso.

 

—Perdón —dijo Rose—. Me había puesto a pensar en mi nieta y en su viaje.

 

La enfermera pareció aliviada. Rose sabía que, si le contaba la verdad —que de repente se le había ido la cabeza a 1942—, asustaría a aquella mujer cuyos ojos tiernos indicaban que jamás había tenido que soportar una de esas pérdidas que nos destrozan el alma para siempre. Rose era capaz de reconocer aquella clase de pérdida en los demás, porque la veía en sus propios ojos cada vez que se miraba al espejo.

 

Cuando la enfermera se marchó a prepararle una bandeja con la cena, Rose cerró la puerta tras ella y se acercó poco a poco a la ventana. Miró fijamente el cielo, salpicado de las primeras estrellas del ocaso, pero el firmamento ya no parecía igual que antes. Más allá de la oscuridad del horizonte, al otro lado del océano inmenso y en algún lugar hacia el este, estaba París, la ciudad donde todo había comenzado, la ciudad en la que todo acabaría. Rose no regresaría jamás, pero, para que el pasado se completara, era necesario que Hope viajara.

 

Se acercaba el fin y Rose lo sabía: lo sentía en sus huesos, como lo había sentido en aquel verano de 1942, antes de que vinieran ellos. Cuando, a finales de aquel a?o, llegó a la costa estadounidense y pasó lentamente junto a la estatua de la Libertad, se prometió dejar atrás el pasado para siempre, pero el alzheimer que le picoteaba el cerebro y le desordenaba la cronología se lo había devuelto violentamente, sin que nadie lo hubiese invitado.

 

Cuando Rose abría los ojos por las ma?anas, le costaba aferrarse al presente. Algunos días se despertaba en 1936 o en 1940 u otra vez en 1942. Las cosas se le presentaban con tanta claridad como si acabaran de ocurrir y, por pocos minutos, se quedaba clavada en el tiempo, con la vida delante de los ojos, en lugar de detrás, y ella imaginaba que las guardaba en el precioso joyero que su propia mamie le había regalado el día que cumplió trece a?os, lo cerraba con llave y arrojaba esta a las infinitas profundidades del Sena.

 

El presente, en cambio, se había vuelto borroso e irregular y daba la impresión de que el precioso joyero, que había permanecido cerrado durante casi setenta a?os, contenía los únicos momentos de claridad que Rose podía encontrar en esta vida. A veces se preguntaba si, en realidad, su olvido deliberado había hecho que los recuerdos se mantuvieran completamente intactos, del mismo modo que, cuando guardamos un documento en un recipiente hermético y al abrigo de la luz durante muchos a?os, podemos evitar que se desintegre.

 

Rose se sorprendió al comprobar que aquellos momentos que había ocultado durante tantos a?os entonces le servían de consuelo. Introducirse en el pasado era como ver a cámara lenta una película de la vida que —lo sabía— no tardaría en abandonar y, por los blancos en sus recuerdos, había días en los que podía regodearse en el pasado sin sentir de inmediato el golpe aplastante de su inevitable final.

 

Le fascinaba ver a su madre, a su padre y a sus hermanos en aquellos breves viajes al pasado. Le encantaba sentir la mano de su mamie en torno a la suya, oír la risa cristalina de su hermanita cuando era bebé y aspirar el olor dulce a levadura de la panadería de sus padres. Entonces vivía para aquellos días en los que podía retroceder en el tiempo y ver a los seres de los que había prometido no volver a hablar, porque era allí donde permanecía su corazón: lo había dejado atrás, en aquellas costas lejanas, hacía mucho tiempo.

 

Entonces, cuando su propio crepúsculo se cernía sobre ella, se dio cuenta de que se había equivocado al tratar de olvidar —aquello era la clave de su ser—, pero era demasiado tarde. Todo había quedado atrás en aquel pasado hermoso y terrible y allí se quedaría para siempre.

 

 

 

 

 

Capítulo 11

 

 

Esta noche, mientras conduzco hacia casa en silencio, la cabeza me da vueltas.

 

?Me voy a París?.

 

En el semáforo de Main Street saco el teléfono móvil y, sin poder contenerme, marco el número de Gavin.

 

En cuanto suena una vez, me doy cuenta de que es una tontería y corto la llamada. ?Qué le importa a Gavin que me vaya a París? Ha sido muy amable, pero que mis planes le interesen es mucho suponer.

 

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