La lista de los nombres olvidados

El semáforo se pone verde y, cuando pongo el pie en el acelerador, suena mi teléfono y me sobresalta. Miro quién llama y se me acaloran las mejillas cuando veo ?Gavin Keyes?.

 

—Ejem, ?hola? —respondo con vacilación.

 

—?Hope?

 

Su voz es profunda y cálida y me molesto conmigo misma por la tranquilidad que me produce al instante.

 

—Ejem, sí, hola —digo.

 

—?Me acabas de llamar?

 

—No tiene importancia —noto que las mejillas se me ponen aún más rojas—. Ni siquiera sé para qué te llamaba —farfullo.

 

Guarda silencio un momento.

 

—?Has ido a ver a tu abuela?

 

—?Cómo lo has sabido?

 

—No lo sabía. —Hace una pausa y a?ade—: ?Vas a ir a París?

 

—Creo que sí —respondo con un hilo de voz.

 

—Qué bien —dice de inmediato, como si esperara que le dijera eso—. Oye, que si necesitas a alguien que te ayude a mantener abierta la panadería mientras no estás…

 

Lo interrumpo.

 

—Gavin, es muy amable por tu parte, pero eso no puede salir bien.

 

—?Por qué no?

 

—En primer lugar, porque tú nunca te has hecho cargo de una panadería, ?verdad?

 

—Aprendo rápido.

 

Sonrío.

 

—Además, tú ya tienes un trabajo.

 

—No tengo problema en aparcarlo por unos días y, si hubiera alguna emergencia, me puedo ocupar cuando cierre la panadería.

 

No estoy acostumbrada a que nadie muestre interés, a que nadie me ayude. Me hace sentir incómoda y no sé muy bien cómo responder.

 

—Gracias —digo por fin—, pero nunca te pediría que hicieras una cosa así.

 

—Hope, ?estás bien? —pregunta Gavin.

 

—Estoy bien —le digo, pero estoy segura de que miento.

 

Una semana después, mientras me pregunto si no estaré loca por hacer una cosa así, embarco en un vuelo de Aer Lingus de Boston a París, vía Dublín, el más barato que he podido encontrar con tan poca antelación.

 

A Annie le hizo tanta ilusión que me hubiese decidido a ir que ni siquiera me mortificó por tener que pasar más días en la casa de su padre. Me dijo que quería acompa?arme a París, desde luego, pero pareció comprender cuando le dije que no me alcanzaba el dinero para dos billetes.

 

—Además, Mamie solo te pidió a ti que fueras —había farfullado Annie, mirando hacia abajo.

 

—Porque te necesita aquí con ella —le había respondido yo.

 

Había decidido viajar un sábado por la noche, para no tener que cerrar la panadería más de tres días en total, porque no abrimos los lunes. De todos modos, me da la impresión de que me voy por mucho tiempo, sobre todo con la tormenta financiera que se avecina. No sé si los inversores vendrán a ver la panadería ni cuándo, porque no he vuelto a hablar con Matt desde que rechacé su ofrecimiento de prestarme dinero. Sé que está ofendido, pero ahora no puedo hacer nada al respecto. Tal vez esté cometiendo un grave error, pero no puedo negarme a emprender este viaje.

 

Tenemos que entregar dos pedidos durante mi ausencia —son dos encargos que me hacen todas las semanas dos hoteles de la playa— y he aceptado a rega?adientes el ofrecimiento de Gavin de llevar a Annie en coche a entregar las magdalenas que ya he horneado y congelado. Ella tendrá que descongelarlas antes de ir a la escuela el lunes por la ma?ana y, después de clase, Gavin la llevará a entregar el pedido y después la dejará en casa de Rob.

 

Once horas después de despegar de Boston y de enlazar con el vuelo de Dublín, veo por la ventanilla que atravesamos la capa de nubes que cubre el cielo de París y aterrizamos en la ciudad. No distingo ninguno de los lugares característicos —supongo que no tardaré en verlos desde tierra—, pero alcanzo a ver la cinta azul zafiro del Sena que serpentea por la zona, además de las franjas de hierba verde y de árboles de tonos encendidos que se alternan en la campi?a, más allá de la zona urbana.

 

?Aquí vivió Mamie en algún momento?, pienso, mientras nos preparamos para aterrizar.

 

?Qué extra?o debió de ser dejar atrás todo esto para no regresar jamás!

 

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