En tierra, recorro tan campante los corredores tubulares de vidrio del aeropuerto internacional Charles de Gaulle, paso por inmigración y espero en la cola de taxis que —advierto con sorpresa— en Francia suelen ser coches de lujo. Cuando me llega el turno, subo a un Mercedes y entrego al conductor la dirección del hotel que he reservado en Travelocity, porque no estoy segura de poder pronunciarlo bien.
Tardamos treinta minutos en atravesar una serie de suburbios industriales para llegar a las afueras de París. Pasamos por un inmenso complejo deportivo y de pronto recuerdo lo que había leído en internet sobre la gran redada de 1942, cuando llevaron a miles de judíos a un estadio deportivo, antes de deportarlos a los campos de concentración. No creo que se trate del mismo estadio —este parece demasiado moderno—, pero la imagen sombría me acompa?a mientras el taxista serpentea con pericia entre el tráfico, hace un escalofriante giro a la izquierda por una calle llamada Rue de la Verrerie y se detiene con un chirrido de los frenos delante de un edificio blanco con grandes letras de imprenta negras que lo identifican como el H?tel de Mille étoiles. Alzo la mirada a los balcones de hierro forjado que rodean las puertas ventanas del segundo piso y sonrío. En cierto modo, París es tal cual me lo había imaginado. Además, me da la sensación de que, al menos en este barrio, no ha cambiado demasiado en el último siglo. Me pregunto si Mamie habrá pasado alguna vez por este mismo edificio y se habrá maravillado al ver los mismos balcones y habrá deseado poder ver a través de las cortinas delgadas que caen sobre las puertas ventanas. Me resulta extra?o imaginármela aquí cuando era una ni?a no mucho mayor que Annie.
Me registro en el hotel, me doy una ducha rápida y me pongo unos vaqueros, unas botas sin tacones y un jersey. Siguiendo las indicaciones que me ha dado el conserje, recorro a pie las pocas manzanas hasta la Rue Geoffroy-l’Asnier, donde sé que está situado el Mémorial de la Shoah.
Advierto que París en octubre es frío y hermoso. Como nunca había estado aquí, no tengo punto de comparación, pero las calles parecen silenciosas y tranquilas. Me fascina la manera en que lo antiguo se combina con lo nuevo: en algunas esquinas se mezclan los adoquines con el cemento y en otras hay tiendas que venden productos electrónicos o alta costura dentro de edificios que parecen centenarios. He vivido en Massachusetts la mayor parte de mi vida, de modo que estoy habituada a que la historia se entrecruce naturalmente con la vida moderna, pero aquí la sensación es diferente, tal vez porque la historia es mucho más antigua o, quizá, porque está mucho más presente.
Mientras voy caminando, huelo a horno de pan y a las hojas cambiantes de oto?o y un ligero aroma a le?a y respiro hondo, porque no estoy acostumbrada a esta mezcla de olores. Las peque?as entradas en forma de arco, las bicicletas apoyadas en paredes de piedra y los jardines vallados y casi escondidos me recuerdan que estoy en un lugar extra?o, pero París tiene algo que me resulta muy familiar. Me pregunto por primera vez si la sensación de un lugar se transmitirá a través de la sangre. Rechazo la idea, pero, aunque las calles son desconocidas y sinuosas, no me cuesta llegar hasta el museo del Holocausto.
Después de pasar por un detector de metales situado en el exterior del edificio sólido y sombrío, atravieso un patio gris descubierto, paso junto a un monumento con los nombres de los campos de concentración debajo de una estrella de David y entro en el museo por las puertas que tengo delante. La recepcionista —por suerte, habla inglés— sugiere que consulte primero los ordenadores que tiene enfrente, que son la primera escala para todos los que buscan a sus familiares. En ellos encuentro, como era de esperar, la misma información que en internet: los nombres que figuran en la lista de mi abuela, salvo Alain.
Vuelvo al mostrador y le cuento a la recepcionista que busco a una persona cuyo nombre no figura en los registros, además de información sobre lo que ocurrió realmente a las personas cuyos nombres he encontrado. Asiente con la cabeza y me hace ir al ascensor que hay al final del vestíbulo.
—Suba a la cuarta planta —dice—. Allí encontrará una sala de lectura. Pida ayuda en recepción.
Asiento con la cabeza, le doy las gracias y subo, siguiendo sus indicaciones.
La sala de lectura alberga ordenadores y mesas largas en el nivel inferior e hileras de libros y ficheros en el segundo nivel, bajo un techo alto que deja entrar la luz. Me acerco al mostrador y la recepcionista me saluda en francés y cambia al inglés en cuanto le pregunto:
—?Me puede ayudar a encontrar a unas personas, por favor?
—Desde luego, se?ora —dice—. ?En qué puedo servirle?
Le doy los nombres de la lista de Mamie, junto con el a?o de nacimiento de cada uno, y le explico que no puedo encontrar a Alain. Asiente con la cabeza y desaparece. Regresa al cabo de unos minutos con varias páginas de registros sueltos.
—Esto es todo lo que tenemos sobre estas personas —dice—. Como usted ha dicho, no podemos localizar a Alain en ninguna lista de deportados.
—?Y eso qué puede querer decir? —pregunto.