La lista de los nombres olvidados

Rápidamente le cuento lo que sé: que mi abuela llegó a Estados Unidos a principios de la década de 1940, después de casarse con mi abuelo, y que tuvieron una sola hija: mi madre. Le hablo de la panadería que Mamie abrió en el cabo Cod y que hace apenas una hora yo había encontrado por casualidad la panadería judía askenazí de la Rue des Rosiers y había caído en la cuenta de lo familiares que me resultaban muchos de sus dulces.

 

—Siempre supe que Rose llevaba lo de cocinar en la sangre —dice Alain con suavidad—. Nuestra madre… Ella era de la Pologne. Sus padres la trajeron a París cuando era muy peque?a. Ellos tenían una panadería y, antes de casarse con nuestro padre, ella trabajaba allí todos los días. Incluso después de tener hijos, seguía ayudando en la panadería los fines de semana y por la tarde, cuando había mucho trabajo. A Rose le gustaba mucho acompa?arla. Cocinar es una herencia de familia.

 

Muevo la cabeza con incredulidad.

 

?No me puedo creer —pienso— que toda la vida haya estado rodeada por la historia familiar de Mamie sin saberlo. Cada vez que he horneado un strudel o un Star Pie, estaba manteniendo una tradición que llevaba generaciones en nuestra familia?.

 

—Pero ?cómo pudo huir de París? —pregunta Alain, inclinándose aún más hacia delante, hasta el punto de que empiezo a temer que se caiga del sillón—. Siempre pensamos que había muerto poco antes de la redada, aunque no sabíamos cómo.

 

Su respuesta me sume en la desesperación.

 

—No lo sé —digo—. Esperaba que usted lo supiera.

 

Ahora me mira confundido.

 

—Pero ?no ha dicho que aún está viva? ?No le puede preguntar?

 

Bajo la cabeza.

 

—Tiene la enfermedad de Alzheimer —digo—. No sé cómo se dice en francés.

 

Alzo la mirada y Alain asiente con la cabeza, mientras el semblante se le cubre de tristeza.

 

—Es la misma palabra. O sea, que no recuerda —susurra.

 

—Nunca había hablado del pasado hasta ahora —digo—. En realidad, ni siquiera supe que era judía hasta hace unos días.

 

Se queda perplejo.

 

—Claro que es judía.

 

Muevo la cabeza de un lado a otro.

 

—Durante toda mi vida ha sido católica.

 

Parece desconcertado.

 

—Pero…

 

Se interrumpe allí, como si no supiese qué más preguntarme.

 

—Yo tampoco lo entiendo —digo—. No supe hasta hace unos días que nuestra familia era judía. Ni siquiera sabía que su apellido de soltera fuese Picard. Siempre había dicho que era Durand. Incluso mi hija hizo un proyecto de árbol genealógico y en toda la documentación que hemos encontrado figura Durand. No existe ninguna constancia de que se llame Picard.

 

Alain se me queda mirando un buen rato y después suspira.

 

—Es probable que huyera con la identidad de Rose Durand. Para salir de Francia en aquella época, habrá tenido que conseguir documentos de identidad nuevos, probablemente en la Francia no ocupada, y, para obtener los nuevos papeles, habrá tenido que hacerse pasar por otra persona. Debió de contar con ayuda de la résistance y supongo que le dieron documentación falsa.

 

—?Papeles falsos en los que figuraba como cristiana? ?Que dijeran que se llamaba Rose Durand, en lugar de Rose Picard?

 

—Desde luego, durante la guerra era mucho más fácil huir como católica que como judía. —Alain asiente con la cabeza lentamente—. Si creyó que todos habíamos desaparecido, tal vez quiso olvidar. Tal vez se perdió a sí misma en su nueva identidad, porque era la única manera de mantener su santé d’esprit. La cordura.

 

—Pero ?por qué habrá pensado que ustedes habían muerto?

 

—Después de la liberación, todo era muy confuso —dice Alain—. Los que quedamos acudimos al H?tel Lutetia, en el Boulevard Raspail. Allí íbamos todos los supervivientes. Algunos para curarse, para recibir asistencia médica. Para los demás, era el lugar donde encontrarnos los unos a los otros, donde buscar a los familiares que habíamos perdido.

 

—?Fue usted allí? —le pregunto.

 

Asiente con la cabeza.

 

—A mí nunca me deportaron —dice en voz baja—. Después de la guerra, fui al H?tel Lutetia a buscar a mi familia. Me moría por creer que habían sobrevivido. Llegábamos y escribíamos los nombres de los miembros de la familia en un tablero. ?Busco a Cecile Picard, mi madre. 44 a?os. Fue arrestada el 16 de julio de 1942. La llevaron al Vel’ d’Hiv?. La gente se acercaba a uno y le decía: ?Conocí a tu madre en Auschwitz. Murió al tercer mes, de neumonía? o ?Trabajé con tu padre en el crematorio de Auschwitz. Enfermó y lo enviaron a la cámara de gas poco antes de la liberación del campo?.

 

Lo miro fijamente.

 

—Averiguó que todos habían muerto.

 

—Todos —susurra Alain—. Abuelos, primos, tíos y tías. Rose también figuraba como muerta. Dos personas me juraron que habían visto que le disparaban en la calle durante la redada. Me marché sin dejar mi nombre, porque no quedaba nadie que pudiera buscarme. Eso es lo que creí. Por eso no figuro en los registros. Lo único que quería era desaparecer.

 

—?Y cómo logró huir sin que lo capturaran?

 

—Tenía once a?os cuando vinieron a buscarnos. Mis padres no creían en los rumores que circulaban. Rose sí, pero no logró convencerlos. Pensaban que estaba loca y que era una imbécil por aceptar las predicciones de Jacob, a quien consideraban un joven rebelde que no sabía nada.

 

Otra vez aparecía aquel nombre.

 

—No me ha dicho quién es Jacob.

 

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