La lista de los nombres olvidados

—Ahora te voy a hablar de Jacob —dice Alain con suavidad cuando empezamos a cruzar el patio del Louvre en dirección a la Rue de Rivoli.

 

Lo miro y asiento con la cabeza. Me doy cuenta de que contengo la respiración.

 

Alain respira hondo y empieza a hablar, con voz lenta y vacilante.

 

—Yo estaba con Rose cuando lo conoció. Era a finales de 1940 y, aunque París ya había caído en poder de los alemanes, la vida seguía transcurriendo con relativa normalidad, como para hacernos pensar que no pasaría nada. La situación empezaba a empeorar, pero jamás habríamos imaginado lo que nos esperaba.

 

Giramos a la derecha en la Rue de Rivoli, que sigue atestada de gente, aunque las tiendas ya han cerrado. Las parejas pasean en la oscuridad, cogidas de la mano y hablándose en voz baja, y por un momento imagino a Mamie y a aquel Jacob recorriendo la misma calle hace setenta a?os. Me estremezco.

 

?Fue amor a primera vista, algo que no he visto nunca más, ni antes ni después —prosigue Alain—, y, si no lo hubiese visto por mí mismo, no habría creído ni que existía, pero, desde el primer momento, fue como si cada uno hubiese encontrado la otra mitad de su alma.

 

Aunque suene cursi, Alain lo dice con un tono tan circunspecto que tengo que creerle.

 

?Jacob estuvo siempre con nosotros, desde el primer momento —continúa Alain—. Mi padre no lo quería, porque pertenecía a una clase inferior. Mi padre era médico, mientras que el suyo era obrero en una fábrica, pero Jacob era amable, educado e inteligente, así que mis padres lo toleraban. Siempre dedicaba tiempo a ense?arme cosas y a jugar con David y Danielle.

 

Alain hace una pausa e imagino que piensa en sus hermanos peque?os, desaparecidos hace tanto tiempo. Seguimos andando un rato en silencio y me pregunto cómo será perder por completo la inocencia a tan tierna edad y no poder recuperarla nunca más. Pasamos delante del H?tel de Ville, el grandioso ayuntamiento de París, ba?ado en una luz clara. Alain me coge la mano al cruzar la calle y no me la suelta cuando seguimos caminando hacia el norte y entramos en el Marais. Me doy cuenta de que no quiero que lo haga. Yo también echo de menos una familia, ahora que mi madre ha muerto y mi abuela ha perdido casi por completo la memoria.

 

—Cuando se empezaron a imponer las leyes antisemitas y la situación fue empeorando para nosotros, Jacob empezó a manifestar más su oposición a los nazis y mis padres se preocuparon —prosigue Alain—. Es que mi padre quería creer que, por nuestra buena posición económica, seríamos inmunes. Quería creer que se estaba sacando todo de quicio, que en realidad los nazis no pretendían hacernos da?o. Jacob, por el contrario, tenía una idea precisa de lo que estaba ocurriendo. Pertenecía a un movimiento clandestino y estaba convencido de que los nazis pretendían borrarnos de la faz de la tierra. Tenía razón, evidentemente.

 

?Ahora, cuando miro atrás, me pregunto por qué mis padres no verían la situación con más claridad —dice Alain—. Creo que no querían creer que nuestro país pudiera darnos la espalda. Preferían creer lo mejor y, cuando Jacob decía la verdad, se negaban a escucharla. Mi padre estaba indignado y lo acusó de traer a casa mentiras y propaganda.

 

?Rose y yo fuimos los únicos que le creímos —la voz de Alain se apaga: es casi un susurro— y eso fue lo que nos salvó a los dos.

 

Andamos en silencio un poco más. Nuestras pisadas resuenan en las paredes de piedra que nos rodean.

 

—?Y dónde está Jacob ahora? —pregunto por fin.

 

Alain se para en seco y me mira. Mueve la cabeza de un lado a otro.

 

—No lo sé —dice—. No sé si estará vivo aún.

 

Me hundo en el desaliento.

 

—La última vez que hablamos fue en 1952, cuando Jacob se marchó a Estados Unidos —dice Alain.

 

Me lo quedo mirando fijamente.

 

—?Se trasladó a Estados Unidos?

 

Alain asiente con la cabeza.

 

—Sí. No sé a qué lugar de Estados Unidos. Claro que estoy hablando de hace casi sesenta a?os. Ahora tendría ochenta y siete a?os y es muy posible que ya no esté vivo. Recuerda que pasó dos a?os en Auschwitz, Hope, y eso pasa factura.

 

Creo que no vuelvo a abrir la boca hasta que regresamos al edificio de Alain. No logro hacerme a la idea de que mi abuela y quien es —aparentemente— el amor de su vida hayan vivido en el mismo país durante sesenta a?os sin saber jamás que el otro había sobrevivido. Sin embargo, si Jacob la hubiese encontrado durante la guerra, mi madre tal vez no hubiese nacido y, desde luego, yo tampoco. Por consiguiente, ?es que todo había salido como tenía que ser? ?Acaso sería mi mera existencia una bofetada al amor verdadero?

 

—Tengo que tratar de encontrarlo —digo cuando Alain marca su código en el teclado numérico que hay a la derecha. Abre la puerta y me hace pasar.

 

—Sí —se limita a aceptar.

 

Subo tras él a su apartamento. Me siento como atontada.

 

—?Volvemos a llamar a Rose? —pregunta, después de cerrar la puerta con llave.

 

Asiento con la cabeza otra vez.

 

—Pero recuerda que tiene días buenos y días malos —le advierto— y es posible que no sepa quién eres. Ya no es la misma.

 

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