La lista de los nombres olvidados

Alain se presenta como el hermano de Rose y Henri y Simon lo saludan también. Digo a monsieur Haddam que me llamo Hope.

 

—Un nombre muy adecuado —murmura—, porque hope quiere decir ?esperanza? y tu abuela sobrevivió gracias a la esperanza. —Parpadea unas cuantas veces y sonríe—. Pasen, por favor.

 

Hace se?as hacia la puerta del edificio, introduce un código y nos conduce por un corredor oscuro. Una puerta situada a la izquierda está entreabierta y la abre del todo para nosotros.

 

—Mi casa —dice y hace un gesto para abarcarla—. Sean ustedes bienvenidos.

 

Cuando nos hemos sentado en una habitación en penumbras cubierta de libros y de fotografías de los —supongo— miembros de la familia de monsieur Haddam, Alain se inclina hacia delante.

 

—?Y cómo conoció usted a mi hermana? ?A Rose?

 

—?Cómo dice? —dice él. Parpadea unas cuantas veces y a?ade—: Lo siento, estoy casi sourd, sordo. Perdone.

 

Alain repite la pregunta en voz alta y esta vez el se?or Haddam asiente.

 

Sonríe y se apoya en el respaldo de la silla. Se queda mirando a Alain un buen rato antes de responder.

 

—?Es usted su hermano peque?o? ?Tenía once a?os en 1942?

 

—Oui —dice Alain.

 

—Hablaba de usted a menudo —dice, simplemente.

 

—?Ah, sí? —pregunta Alain en voz baja.

 

Monsieur Haddam asiente.

 

—Creo que es uno de los motivos por los cuales era tan amable conmigo. Yo solo tenía diez a?os entonces, ?sabe?, y a menudo me decía que le recordaba a usted.

 

Alain mira hacia abajo y sé que está haciendo esfuerzos para no llorar delante de los demás hombres.

 

—Ella pensaba que todos ustedes habían desaparecido —dice monsieur Haddam al cabo de un momento—. Creo que su corazón estaba muy triste por eso. A menudo lloraba hasta dormirse y decía sus nombres, mientras lloraba.

 

Cuando Alain vuelve a levantar la vista, una sola lágrima le surca la mejilla derecha. Se la seca.

 

—Yo también pensaba que ella había desaparecido —dice—. Todos estos a?os.

 

Monsieur Haddam se vuelve hacia mí.

 

—Si tú eres su nieta —dice—, ella sobrevivió, ?no?

 

—Sobrevivió —digo en voz baja.

 

—?Sigue viva aún?

 

Hago una pausa.

 

—Sí.

 

Estoy a punto de decirle que ha tenido un derrame cerebral, pero me contengo. No estoy segura de si lo hago porque no estoy dispuesta a aceptarlo o porque no quiero arruinarle al se?or Haddam su final feliz. Por fin, le pregunto: —?Cómo…? ?Qué ocurrió?

 

El se?or Haddam sonríe.

 

—?Quiere alguno de ustedes una taza de té? —pregunta.

 

Todos lo negamos con la cabeza. Los hombres están tan ansiosos como yo por conocer la historia.

 

—Pues bien —dice el se?or Haddam—, se lo diré. —Respira hondo—. Ella vino con nosotros en julio de 1942, la noche que empezaron aquellas espantosas redadas.

 

—El Vel’ d’Hiv —digo.

 

El se?or Haddam asiente.

 

—Sí. Antes de eso, creo que mucha gente no quería ver lo que ocurría. Incluso después, muchas personas siguieron sin verlo, en cambio, Rose… Ella lo vio venir y acudió a nosotros en busca de refugio.

 

?Mi familia la acogió. Ella dijo a los encargados de la mezquita que la familia de su madre eran panaderos, de modo que nos preguntaron si podíamos brindarle refugio por un tiempo. En aquella época, en el mundo importaba más compartir una profesión que tener distintas religiones.

 

?Yo admiraba a Rose de tal forma que mi padre al principio se preocupó, porque ella era diferente y no se suponía que yo estimara tanto a una joven de un mundo diferente, pero ella era amable y gentil y me ense?ó muchas cosas. Con el tiempo, creo que mis padres se dieron cuenta de que ella no era tan diferente de nosotros, después de todo.

 

Hace una breve pausa y agacha la cabeza. Al final, suspira y prosigue:

 

—Vivió con nosotros como musulmana durante dos meses. Todas las ma?anas y todas las noches, decía nuestras oraciones con nosotros, con lo cual mis padres estaban contentos, aunque también seguía rezándole a su Dios. Yo la escuchaba todas las noches, hasta muy tarde, implorándole que protegiera a sus seres queridos. Me da la impresión de que, en usted, Dios respondió a sus plegarias.

 

Sonríe a Alain, que se cubre la cara con las manos y aparta la mirada.

 

—Le ense?amos muchas cosas sobre el islamismo y sobre repostería —prosigue el se?or Haddam— y ella, a su vez, también nos ense?ó muchas cosas. Trabajaba en nuestra panadería. Mi madre y ella pasaban muchas horas en la cocina, hablando juntas en voz baja. No sé de qué hablaban. Mi madre decía que eran cosas de mujeres. Rose nos ense?ó la tarte des étoiles, la torta estrellada que los ha traído hoy aquí. Era su preferida y también la mía, porque Rose me contó la historia.

 

—?Qué historia? —pregunto.

 

El se?or Haddam parece sorprendido.

 

—La historia de por qué hacía la torta estrellada.

 

Alain y yo nos miramos.

 

—?Por qué? —pregunto—. ?Cuál es la historia?

 

—?No la saben? —pregunta el se?or Haddam. Cuando Alain y yo lo negamos con un gesto, continúa—: Porque la hacía pensar en la promesa que le hizo el amor de su vida de que la amaría mientras hubiese estrellas en el firmamento.

 

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