La lista de los nombres olvidados

—Muchas gracias, se?or Haddam —murmuro—. Se lo diré.

 

Me da un beso en cada mejilla y, mientras sigo a Alain, Henri y Simon, que se dirigen a la calle a coger un taxi para ir al aeropuerto, me pregunto si será por eso que Mamie me ha hecho venir. Me pregunto si, en el fondo de su corazón, ella quería que me enterara de la historia de su primer amor y de aquel hijo que perdió y por el cual renunció a todo. Tal vez de todo esto tenga yo que aprender algo acerca del amor.

 

O puede que sea demasiado tarde para mí. Alain y yo guardamos silencio en el trayecto al aeropuerto, cada uno absorto en su propio mundo.

 

 

 

 

 

Capítulo 16

 

 

GALLETAS DE ANíS E HINOJO

 

INGREDIENTES

 

2 tazas de azúcar

 

4 huevos

 

2 cucharaditas de extracto de anís

 

3 tazas de harina y un poco más para estirar la masa

 

3 cucharaditas de levadura química

 

1 cucharadita de sal

 

1 cucharadita de semillas de anís

 

2 tazas de azúcar glas

 

1 cucharada de semillas de hinojo

 

PREPARACIóN

 

Precalentar el horno a 180 grados.

 

En un bol mediano, mezclar con la batidora eléctrica el azúcar, los huevos y el extracto de anís hasta que quede bien mezclado.

 

Tamizar las 3 tazas de harina, la levadura química y la sal e incorporar a la mezcla de los huevos, más o menos una taza por vez, batiendo bien después de a?adir cada una.

 

A?adir las semillas de anís y comprobar que la mezcla quede homogénea.

 

Aparte, en un bol poco profundo, mezclar el azúcar glas con las semillas de hinojo.

 

Con las manos ligeramente enharinadas, coger cucharadas de masa y darles forma de bola. Pasar cada bola por la mezcla de azúcar glas, comprobar que quede bien cubierta y colocar en bandejas de horno para galletas untadas con mantequilla.

 

Hornear 12 minutos. Dejar enfriar 5 minutos en las fuentes de horno y pasar a una rejilla.

 

 

 

Rose

 

Algo iba muy mal y Rose se daba cuenta. Se había pasado la tarde sentada delante de su televisor, mirando las reposiciones diurnas de unos programas que —lo sabía— ya había visto, aunque no le importaba, porque, de todos modos, no recordaba las tramas. Se había sentido muy cansada y, al regresar a su habitación, advirtió que ya no sentía el cuerpo. Entonces todo se volvió negro.

 

El mundo seguía siendo oscuro como la noche cuando fueron a buscarla los del hogar. Los oyó decir ?inconsciente?, ?derrame cerebral? y ?precario? y habría querido decirles que se encontraba bien, pero descubrió que ya no podía usar la lengua ni abrir los ojos y así se dio cuenta de que le fallaba el cuerpo, como le estaba fallando la cabeza. Tal vez hubiese llegado la hora.

 

De modo que se relajó y se dejó arrastrar aún más hacia el pasado. Sonaban a lo lejos las sirenas de las ambulancias, los médicos gritaban y daban órdenes desde lejos y, al lado de su cama, una ni?a le hablaba con voz queda, pero ella dejó de aferrarse al presente y se dejó llevar, como los restos que flotan en las olas, hasta un tiempo justo antes de que el mundo se desmoronara. Había voces allí también, en la oscuridad, igual que ahora. Y, a medida que desaparecía el presente, empezó a ver con claridad el pasado y Rose se encontró en el estudio de su padre, en el apartamento de la Rue du Général Camou. Otra vez tenía diecisiete a?os y le daba la impresión de que tenía una bola de cristal y nadie le creía.

 

—Por favor —le suplicaba a su padre, con la voz ronca después de innumerables horas de tratar de convencerlo en vano—. ?Si nos quedamos, moriremos, papa! ?Vienen a por nosotros!

 

Había nazis por todas partes. Las calles estaban llenas de soldados alemanes y la policía francesa los seguía dócilmente. Los judíos ya no podían salir sin la estrella de David amarilla cosida sobre el pecho izquierdo que los identificaba como diferentes.

 

—?Qué tontería! —dijo su padre, un hombre orgulloso que creía en su país y en la bondad del ser humano—. Los únicos que huyen son los delincuentes y los cobardes.

 

—No, papa —susurró Rose—, no solo los delincuentes y los cobardes, sino las personas que quieren salvarse, que no quieren seguir a ciegas con la esperanza de que todo saldrá bien.

 

Su padre cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. A su lado, la madre de Rose le acarició el brazo para reconfortarlo y miró a su hija: —Estás disgustando a tu padre, Rose.

 

—?Pero, maman! —exclamó Rose.

 

—Somos franceses —dijo su padre lacónicamente y abrió los ojos—. A los franceses no los deportan.

 

—Sí que los deportan —musitó Rose—. Además, maman no es francesa. Para ellos, sigue siendo polaca. Según ellos, tanto ella como nosotros somos extranjeros.

 

—No digas tonterías, criatura —replicó su padre.

 

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