Aquella ma?ana, Annie va y viene y, otra vez, casi no me habla, salvo para preguntarme, tensa, si ya he averiguado la manera de reservar un vuelo a París. A las once no hay nadie en la panadería y me quedo contemplando por los escaparates del frente el cambio de color de las hojas de Main Street. Corre una brisa y, de vez en cuando, pasan flotando unas hojas de roble de un rojo encendido o unas hojas de arce color naranja oscuro que me recuerdan el vuelo grácil de las aves.
A las once y media, como no hay clientes ni nada pendiente de hacer hasta que salga la hornada de Star Pies, enciendo el viejo ordenador portátil que guardo detrás de la caja registradora y, ?aprovechando? la conexión inalámbrica de la tienda de regalos de Jessica Gregory, contigua a la mía, escribo lentamente ?www.google.com?. Cuando he entrado a la página, hago una pausa. ?Qué estoy buscando? Me muerdo los labios un momento y escribo el nombre que encabeza la lista de Mamie: Albert Picard.
Al cabo de un segundo aparecen los resultados de la búsqueda. En Francia hay un aeropuerto llamado Albert-Picardie, pero no creo que tenga nada que ver con la lista de Mamie. De todos modos, leo el artículo de la Wikipedia, pero es evidente que se trata de otra cosa: es el aeropuerto regional correspondiente a una comunidad llamada Albert, situada en la región de la Picardía, al norte del país. Una vía muerta.
Retrocedo y examino los demás resultados de la búsqueda. Hay un Frank Albert Picard, pero es un abogado estadounidense que nació y se crio en Michigan y falleció a principios de la década de 1960. No puede ser la persona que ella busca, porque no tiene ninguna relación con París. Aparecen unos cuantos Albert Picard más cuando a?ado la palabra ?París? a la cadena de búsqueda, pero no hay nada que parezca coincidir con la época en la que Mamie vivió en Francia.
Me muerdo el labio inferior, borro el contenido de la casilla de búsqueda y escribo ?páginas blancas, París?; después de unos cuantos clics entro en una página titulada ?pages blanches?, que me pide un nom y un prénom. Gracias a los escasos conocimientos de francés adquiridos en el instituto, sé que se trata del apellido y el nombre, de modo que escribo ?Picard? y ?Albert? y, en el espacio en blanco que pregunta Où?, escribo ?París?.
Aparece una sola entrada y el corazón me da un brinco. ?Será realmente tan fácil? Apunto el número y después borro ?Albert? y escribo el segundo nombre que figura en la lista de Mamie: ?Cecile?. Hay ocho coincidencias en París, incluidas cuatro personas que constan como C. Picard. Apunto también esos números y repito la búsqueda con el resto de los nombres: Hélène, Claude, Alain, David y Danielle.
Acabo con una lista de treinta y cinco números. Busco otra vez en Google cómo se hace para llamar a Francia desde Estados Unidos y tomo nota también de las indicaciones: cuando averiguo lo que tengo que hacer para llamar desde el exterior al primer Picard, voy a buscar el teléfono.
Pienso un poco antes de marcar. No tengo ni idea de lo que cuestan las llamadas internacionales, porque nunca he tenido que hacer ninguna, pero estoy segura de que costarán casi un ri?ón. Recuerdo el cheque de mil dólares que me ha dado Mamie y decido hacer las llamadas de larga distancia con eso y depositar el resto del dinero de nuevo en su cuenta. De todos modos, será mucho más barato que comprar un billete a París.
Miro hacia la puerta. Siguen sin aparecer clientes. Fuera, la calle está desierta. Se avecina una tormenta: el cielo se ha cubierto y se está levantando viento. Vuelvo a mirar el horno. Según el reloj, faltan treinta y seis minutos. El olor a canela flota por la panadería y lo aspiro con fruición.
Marco el primer número. Se oyen unos cuantos clics cuando se establece la llamada y a continuación un par de toques que casi parecen timbrazos. Responde una voz de mujer:
—Allo?
Entonces caigo en la cuenta de que mis conocimientos de francés son muy rudimentarios.
—Ejem, hola —digo nerviosamente en inglés—, estoy buscando a los familiares de alguien llamado Albert Picard.
Se produce un silencio del otro lado.
Busco desesperadamente en mi memoria las palabras en francés:
—Ejem, je chercher Albert Picard —pruebo.
Sé que no es correcto del todo, pero espero hacerme entender.
—Aquí no hay ningún Albert Picard.
La mujer habla inglés con claridad, aunque con marcado acento francés.
Me desmorono.
—Oh, lo siento. Pensaba que…
—Aquí no hay ningún Albert Picard, porque es un cabrón y un inútil —continúa la mujer con calma—, que no puede evitar ponerle las manos encima a todas las demás mujeres. Y se acabó.
—Oh, perdón…
No digo más, porque no sé qué más decir.
—Usted no será una de esas mujeres, ?verdad? —pregunta de pronto, con una voz cargada de sospecha.
—No, no —me apresuro a decir—. Estoy buscando a alguien que mi abuela conoció hace mucho o que tal vez fuera familiar suyo. Ella se marchó de París a principios de la década de 1940.
La mujer echa a reír.
—Este Albert solo tiene treinta y dos a?os y su padre se llama Jean-Marc. No es el Albert Picard que usted busca.
—Perdone —digo y bajo la mirada hacia la lista—. ?Conoce usted a una tal Cecile Picard? ?O a Hélène Picard? ?O a Claude Picard? ?O…? —hago una pausa—, ?o a Rose Durand? ?O a Rose McKenna?