La luz ha desaparecido casi por completo del cielo a aquellas alturas e imagino a Mamie frente a su ventana, escudri?ando las estrellas, mientras el crepúsculo acaba por ceder el paso a la oscuridad de la noche. Aquí, en el cabo Cod, sobre todo cuando los turistas veraniegos han apagado las luces de sus porches hasta el verano siguiente, las noches son muy tenebrosas. Se iluminan las calles más importantes, pero, cuando giro por Lower Road y después por Prince Edward Lane, el suave resplandor de Main Street se pierde a nuestras espaldas y, frente a nosotras, los últimos vestigios de la heure bleue de Mamie desaparecen en el agujero negro que —ya lo sé— es la parte occidental de la bahía de cabo Cod.
Cuando giro por última vez para entrar en Bradford Road, me da la impresión de que estamos en un pueblo fantasma. Siete de las diez casas que hay en nuestra calle son residencias de veraneo y, ahora que ha acabado la temporada, están vacías. Aparco en la entrada para coches —la misma entrada en la que, de ni?a, pasaba las noches de verano cazando luciérnagas y los días de invierno ayudando a mi madre a quitar la nieve a paladas para que pudiera salir con su viejo coche familiar— y apago el motor. Todavía estamos en el coche, pero ahora, a una manzana de la playa, huelo la sal en el aire: eso quiere decir que está subiendo la marea. De pronto, me muero de ganas de ir corriendo a la playa con una linterna y meter los pies en la espuma de las olas, pero me contengo, porque tengo que preparar a Annie para que vaya a pasar la noche a casa de su padre.
Ella parece tan poco dispuesta como yo a apearse del coche.
—?Por qué Mamie tenía tantas ganas de irse de Francia? —pregunta por fin.
—La guerra debió de ser terrible para ella —respondo—. Como dijeron la se?ora Sullivan y la se?ora Koontz, me parece que sus padres habían muerto. Mamie tendría solo diecisiete a?os cuando se marchó de París. Creo que entonces conoció a tu bisabuelo y se enamoraron.
—De modo que ella, o sea, lo dejó todo atrás, ?no? —pregunta Annie—. ?Cómo pudo hacerlo sin entristecerse?
Muevo la cabeza a un lado y a otro.
—No lo sé, cielo.
Annie entorna los ojos.
—?Y nunca se te ocurrió preguntárselo?
Me mira y advierto que la ira, que había estado hibernando por un tiempo, está allí otra vez.
—Claro que sí —digo—. Cuando tenía tu edad, le preguntaba por su pasado todo el tiempo. Quería que me llevara a Francia y me ense?ara todo lo que hacía cuando era ni?a. La imaginaba subiendo y bajando en los ascensores de la torre Eiffel todo el día con un caniche, comiendo una baguette y con una boina en la cabeza.
—?Qué de estereotipos, mamá! —dice Annie, poniendo los ojos en blanco, aunque estoy casi segura de que, cuando se baja del coche, el atisbo de una sonrisa le tironea la comisura de los labios.
Bajo también y atravieso tras ella la hierba que hay al frente de la casa. Al marcharme, había olvidado dejar encendida la luz del porche y da la impresión de que la oscuridad se la tragase entera. Me apresuro a llegar hasta la puerta y giro la llave en la cerradura.
Annie se queda en el vestíbulo un rato largo, tan solo mirándome. Estoy segura de que está a punto de decir algo, pero, cuando abre la boca, no sale ningún sonido. De golpe se da la vuelta y se dirige a grandes zancadas a su dormitorio, situado en la parte posterior de la casita.
—?Estaré lista en cinco minutos! —grita por encima del hombro.
Como los ?cinco minutos? de Annie suelen ser veinte, me sorprende verla en la cocina poco después. Me encuentra de pie delante de la puerta abierta de la nevera, como esperando a que aparezca la cena por arte de magia. Para ser una persona que trabaja todo el día en relación con la comida, soy un desastre para mantener surtido mi propio frigorífico.
—En el congelador hay una ración de Comida Sana —dice Annie a mis espaldas.
Me vuelvo con una sonrisa.
—Supongo que ya va siendo hora de ir al supermercado.
—?Te parece? —dice Annie—. No reconocería la nevera si estuviera llena. Pensaría que me había equivocado de casa.
—Ja, ja, muy graciosa —digo con una sonrisa burlona.
Cierro la puerta de la nevera y abro el congelador, que contiene dos cubiteras, media bolsa de barras de mantequilla de cacahuete ba?adas en chocolate de Reese, una bolsa de guisantes congelados y —Annie tenía razón— una ración de Comida Sana.
—De todos modos, ya hemos cenado —a?ade Annie—, ?no te acuerdas? Los bocadillos de langosta.
Cierro la puerta del congelador y asiento con la cabeza.
—Ya lo sé —digo.
Miro a Annie, que se ha quedado de pie junto a la mesa de la cocina, con el talego apoyado en la silla que tiene a su lado.
Pone los ojos en blanco.
—?Mira que eres rara! Cuando voy a casa de papá, ?te quedas aquí y te dedicas a comer porquerías?
Carraspeo y le miento:
—No.
Cuando estaba estresada, Mamie se ponía a cocinar. La reacción de mi madre solía ser enfurecerse por nimiedades y, por lo general, enviarme a mi habitación, después de decirme lo pésima hija que era. Aparentemente, mi actitud frente al estrés consiste en ponerme morada.
—Vamos a ver, cielo —le digo—. ?Lo tienes todo?
Atravieso la cocina hacia ella con una lentitud absurda, como si así pudiese prolongar el rato que está conmigo. La acerco a mí y la abrazo, lo cual parece sorprenderla tanto como a mí, aunque responde con otro abrazo que hace desaparecer, de momento, el dolor en mi corazón.
—Te quiero, mocosa —le susurro en el pelo.
—Yo también te quiero, mamá —dice Annie al cabo de un minuto, con la voz apagada contra mi pecho—. Ahora, más vale que me sueltes, porque, si no, me vas a asfixiar, ?no?