Prestando mucha atención, escribió la dirección de Thom Evans, el abogado que había preparado su testamento, y pidió por favor a una de las enfermeras que pusiera un sello a la carta y la despachara. A continuación tomó asiento y escribió una lista, trazando cada nombre con cuidado y con toda claridad en grandes letras de imprenta, aunque le temblaban las manos.
Más tarde, durante el trayecto en coche a la playa con Hope y Annie, se palpó tres veces el bolsillo de la falda para comprobar si la lista seguía allí. Aquello lo era todo para ella y así Hope también sabría la verdad. No podía oponerse a la marea por más tiempo y, en realidad, ya no estaba segura de querer hacerlo. Le resultaba agotador ser ella sola el dique que contenía la fuerza de la crecida.
Entonces, erguida sobre el montón de rocas, con su nieta a un lado y su biznieta al otro, en la heure bleue cada vez más tenue, elevó la mirada al cielo e inspiró y espiró al mismo ritmo que el océano, mientras sostenía el Star Pie en las manos. Arrojó el primer trozo al agua y recitó las palabras en voz tan baja que ni ella misma las oyó por encima del embate rítmico de las olas.
—Perdón por marcharme —le susurró al viento—. Perdón por las decisiones que he tomado. —Un trocito de la tapa de masa cayó sobre una ola que rompía—. Perdón por las personas a las que he hecho da?o.
El viento se llevaba sus palabras.
A medida que arrojaba al mar un trocito de pastel tras otro, observaba a Hope y a Annie, que la miraban fijamente, desconcertadas. Sintió una punzada de culpa por asustarlas, pero no tardarían en comprenderlo. Ya tocaba.
Volvió a mirar al cielo y habló con Dios en voz baja, usando palabras que no pronunciaba desde hacía sesenta a?os. No esperaba perdón —estaba segura de no merecerlo—, pero quería que Dios supiera de su arrepentimiento.
Nadie sabía la verdad, salvo Dios y, desde luego, Ted, que había muerto veinticinco a?os atrás. Había sido un buen hombre, una persona amable, un padre para su Josephine y un abuelo para su Hope. Les había manifestado amor y por eso ella le estaría eternamente agradecida, porque ella no había sabido hacerlo. Aún se preguntaba si él la habría querido tanto si hubiese sabido toda la verdad. él se la había imaginado —estaba segura—, pero, si se la hubiese dicho en voz alta, le habría partido el corazón.
Rose inhaló profundamente y miró a los ojos a Hope, sabiendo que le había fallado. La madre de Hope, Josephine, había sufrido como consecuencia de los errores de Rose y Hope también. Incluso entonces Rose lo veía en los ojos de su nieta y en la manera en que vivía su vida. Después miró a Annie, la que le traía de golpe todos los recuerdos. Esperaba que su futuro fuera mejor.
—Necesito que hagas algo por mí —dijo Rose finalmente, volviéndose a su nieta.
—?Qué necesitas? —preguntó Hope con dulzura—. Haré lo que quieras.
Hope no sabía a lo que se estaba comprometiendo, pero Rose no tenía otra alternativa.
—Que vayas a París —dijo Rose con calma.
Hope abrió mucho los ojos.
—?A París?
—A París —repitió Rose con voz firme y, antes de que Hope pudiera preguntar nada, prosiguió—: Tengo que saber qué ha sido de mi familia. —Rose se metió la mano en el bolsillo y sacó la lista, que quemaba como si estuviera en llamas, junto con un cheque por mil dólares que había rellenado con mucho cuidado. Alcanzaría para un billete de avión a Francia. Le ardía la palma cuando Hope los cogió—. Tengo que saberlo —repitió Rose con suavidad.
Las olas rompieron contra el dique de sus recuerdos y ella se preparó para la inundación.
—?Tu… familia? —preguntó Hope, vacilante.
Rose asintió con la cabeza y Hope desplegó el trocito de papel y leyó rápidamente los siete nombres.
?Siete nombres —pensó Rose. Miró hacia lo alto, donde empezaban a despuntar las estrellas de la Osa Mayor—. Siete estrellas en el firmamento?.
—Debo saber lo que ocurrió —le dijo a su nieta— y, por eso, ahora tú también.
—?Qué pasa? —interrumpió Annie.
Parecía asustada y a Rose le hubiese gustado consolarla, pero sabía que lo suyo no era consolar, como tampoco lo era decir la verdad. Nunca lo había sido. Además, Annie tenía doce a?os. Ya tenía edad para saber. Era solo dos a?os más joven que Rose cuando empezó la guerra.
—?Quiénes son estas personas? —preguntó Hope, mirando otra vez la lista.
—Son mi familia —dijo Rose—. Tu familia.
Cerró los ojos por un instante y rastreó los nombres en su corazón, que, increíblemente, no había dejado de latir en todos aquellos a?os.
Albert Picard, 1897—
Cecile Picard, 1901—
Hélène Picard, 1924—
Claude Picard, 1929—
Alain Picard, 1931—
David Picard, 1934—
Danielle Picard, 1937-
Cuando Rose abrió los ojos, Hope y Annie la estaban mirando fijamente. Respiró hondo.
—Tu abuelo fue a París en 1949 —comenzó.