La lista de los nombres olvidados

Hablaba con voz forzada, porque le costaba decir las palabras en voz alta, incluso después de tantos a?os. Rose volvió a cerrar los ojos y recordó la cara de Ted el día que regresó a casa. No había podido mirarla a los ojos. Había hablado poco a poco para darle noticias sobre las personas que ella había amado más que a nadie en el mundo.

 

—Todos han muerto —continuó Rose al cabo de un momento. Volvió a abrir los ojos y miró a Hope—. Era lo único que yo necesitaba saber en aquel momento. Le pedí a tu abuelo que no me dijera nada más. Mi corazón no podía soportarlo.

 

Solo cuando él le dio la noticia, ella accedió finalmente a regresar con él al pueblo del cabo Cod en el que él había nacido y se había criado. Hasta entonces, había querido quedarse en Nueva York, por si acaso. Era el lugar donde siempre había creído que la encontrarían, el punto de encuentro que habían fijado hacía tantos a?os. Sin embargo, ya no quedaba nadie para buscarla. Estaba perdida para siempre.

 

—?Todas estas personas? —preguntó Annie, rompiendo el silencio y haciendo regresar a Rose al presente—. ?Están todas, o sea, muertas? ?Qué pasó?

 

Rose hizo una pausa.

 

—El mundo se vino abajo —dijo por fin.

 

Era lo único que podía decir y era la verdad. El mundo se había derrumbado sobre sí mismo, retorciéndose y plegándose en algo que ella ya no podía reconocer.

 

—No lo comprendo —murmuró Annie.

 

Parecía asustada.

 

Rose respiró hondo y dijo:

 

—Hay secretos que, si los revelas, destruyen una vida, pero sé que, cuando mi memoria muera, morirán también los seres queridos que he conservado en mi corazón todos estos a?os.

 

Rose miró a Hope. Sabía que, algún día, su nieta se lo explicaría a Annie lo mejor que pudiera, aunque primero tendría que comprenderlo ella misma y para eso tenía que ir al lugar donde había comenzado todo.

 

—Por favor, Hope, no tardes mucho en ir a París —la instó Rose—. No sé de cuánto tiempo dispongo.

 

Y se acabó. El precio había sido demasiado alto. Había dicho más que en los sesenta y dos a?os transcurridos desde el día en que Ted regresó con la noticia. Volvió a alzar la mirada a las estrellas y encontró la que había bautizado Papa, la que había bautizado Maman y las que había llamado Hélène, Claude, Alain, David y Danielle. Todavía faltaba una estrella. A él no podía encontrarlo, por mucho que buscara, y sabía —siempre lo había sabido— que era culpa suya que no estuviera allí. Una parte de ella quería que Hope averiguara acerca de él en su viaje a París. Sabía que aquel descubrimiento cambiaría la vida de Hope.

 

Hope y Annie le hacían preguntas, pero Rose ya no las oía. Cerró los ojos y se puso a rezar.

 

Había empezado a subir la marea.

 

 

 

 

 

Capítulo 7

 

 

-?Tienes alguna idea de lo que estaba diciendo? —me pregunta Annie en cuanto regresamos al coche, después de acompa?ar a Mamie.

 

Manotea con torpeza el cinturón de seguridad y trata de abrochárselo. Solo cuando advierto que le tiemblan las manos me doy cuenta de que a mí me pasa lo mismo.

 

—Vamos, o sea, ?quiénes son estas personas? —Finalmente Annie consigue abrocharse el cinturón y me mira. La confusión le surca la frente lisa, junto con las pecas rudimentarias que se van debilitando a medida que nos alejamos del sol del verano—. El apellido de soltera de Mamie no era Picard, sino Durand, ?no?

 

—Ya lo sé —murmuro.

 

Cuando Annie estaba en quinto, uno de los proyectos de su clase consistió en hacer un árbol genealógico rudimentario. Había tratado de usar una página web para encontrar las raíces de Mamie, pero había tantos inmigrantes de apellido Durand a principios de la década de 1940 que acabó en un callejón sin salida. Por ese motivo había estado enfurru?ada una semana, disgustada conmigo, porque no se me hubiese ocurrido investigar el pasado de Mamie antes de que empezara a perder la memoria.

 

—Puede que se equivocara de nombre —sugiere Annie finalmente—, que escribiera Picard, pero quisiera decir Durand.

 

—Tal vez —digo lentamente, aunque sé que ninguna de las dos se lo acaba de creer.

 

Mamie estaba más lúcida de lo que la habíamos visto en a?os y sabía muy bien lo que decía.

 

No hablamos durante el resto del trayecto en coche, pero, curiosamente, el silencio no resulta incómodo: Annie no va en el asiento del acompa?ante echándome algo en cara cada vez que respira, sino pensando en Mamie.

 

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