La lista de los nombres olvidados

—Pues sí —susurra—, como antes de que muriera la abuela, como si no hubiese perdido la memoria.

 

Me da un salto el corazón y recuerdo lo que me dijo la enfermera la última vez que estuve allí, cuando salía: ?Habrá ocasiones en las que estará totalmente lúcida y lo recordará todo con tanta claridad como usted o como yo. Tendrá que aprovechar esos días, porque no hay ninguna garantía de que se vayan a repetir?.

 

—?Estás segura? —pregunto.

 

—Por completo —dice Annie.

 

No percibo en su voz nada del sarcasmo ni de la rabia que encuentro últimamente y de pronto se me ocurre que tal vez parte del problema de su actitud tenga que ver con el da?o que le hace que su bisabuela no la reconozca. Tomo nota de que he de conversar en serio con ella acerca de la enfermedad de Alzheimer. En realidad, eso quiere decir que tendré que asumirla yo también.

 

—Me ha estado preguntando, o sea, sobre mí y sobre la escuela y esas cosas —prosigue Annie—. Es extra?o, porque sabe perfectamente quién soy, la edad que tengo y todo lo demás.

 

—De acuerdo —digo y ya estoy mirando por el espejo retrovisor para asegurarme de poder cambiar de sentido—. Voy hacia allá.

 

—Dice que quiere que le traigas de la panadería un Star Pie peque?ito —a?ade Annie.

 

Este pastel siempre ha sido el preferido de Mamie —el relleno consiste en una mezcla de semillas de adormidera, almendras, uvas, higos, ciruelas y azúcar con canela y lleva por encima una retícula de masa con mantequilla en forma de estrella— y es nuestro producto más característico.

 

—De acuerdo —le digo—. Llegaré lo antes posible.

 

Por primera vez en bastante tiempo siento un atisbo de esperanza. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a mi abuela.

 

Lo primero que me dice Mamie cuando me abre la puerta, al cabo de quince minutos, es: —Me gustaría ir a la playa.

 

Por un momento se me cae el alma a los pies. Estamos a finales de septiembre y el aire es bastante fresco: se le debe de haber vuelto a nublar la memoria, porque no tiene sentido que mi abuela, a los ochenta y seis a?os, de pronto quiera ir a tomar el sol.

 

Entonces me sonríe, me atrae hacia ella con un abrazo y me dice: —Perdona. ?Qué modales son estos? Me alegro de verte, Hope, cielo.

 

—?Sabes quién soy? —pregunto con vacilación.

 

—Pues claro que sí —dice con cara de ofendida—. No pensarás que estoy vieja y senil, ?verdad?

 

—Ejem… —me quedo paralizada un momento—, claro que no, Mamie.

 

Sonríe.

 

—No te preocupes, que no soy tonta. Sé que a veces me olvido de las cosas. —Hace una pausa—. ?Me has traído el Star Pie? —pregunta al ver la bolsa blanca de la panadería que llevo en la mano. Asiento con la cabeza y se la entrego—. Gracias, cielo.

 

—De nada —digo lentamente.

 

Ladea la cabeza.

 

—Hoy todo parece claro, Hope. Annie y yo acabamos de tener una conversación estupenda.

 

Miro a Annie, que, sentada al borde del sofá de Mamie con cara de nerviosa, asiente con la cabeza.

 

—?Y ahora quieres ir a la playa? —pregunto a Mamie con vacilación—. Es que, ejem, hace un poco de frío para ba?arse.

 

—No pienso darme un ba?o, desde luego —dice—. Quiero ver la puesta de sol.

 

Miro el reloj.

 

—El sol no se pone hasta dentro de casi dos horas.

 

—Entonces tendremos tiempo suficiente para llegar —dice.

 

Al cabo de treinta minutos, después de que Annie y yo hayamos abrigado a Mamie con una chaqueta, las tres nos dirigimos a la playa de Paines Creek, que, cuando estaba en el instituto, era mi lugar preferido para ver hundirse el sol detrás del horizonte. Es una playa tranquila, al oeste de Brewster, y, si se camina con cuidado sobre las rocas que sobresalen donde el riachuelo desemboca en la bahía del cabo Cod, hay una vista espectacular del cielo hacia el oeste.

 

En el camino nos detenemos —por sugerencia de Annie— a comprar bocadillos de langosta y patatas fritas en Joe’s Dockside, un restaurante peque?ito que lleva en el cabo más tiempo que la panadería de nuestra familia. En verano hay gente que recorre kilómetros y hace cuarenta y cinco minutos de cola para comprar los bocadillos de langosta para llevar, pero, a las cinco de la tarde de un jueves y en temporada baja, somos —por suerte— las únicas clientas. Annie y yo no podemos dar crédito a nuestros oídos cuando Mamie, que pide un sándwich de queso fundido —nunca le ha gustado la langosta—, nos narra con gran lujo de detalles la primera vez que ella y mi abuelo trajeron aquí a mi madre, que entonces era peque?a, y Josephine preguntó por qué las tontas de las langostas iban hasta allí, sabiendo que podían acabar en un bocadillo.

 

Llegamos a la playa justo cuando los bordes del cielo comienzan a encenderse. Al oeste, el sol está bajo sobre el horizonte, encima de la bahía, y las nubes tenues prometen un hermoso atardecer. Cogidas del brazo, las tres caminamos lentamente por la playa: Annie a la izquierda de Mamie y yo a su derecha, con una silla plegable bajo el brazo.

 

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