—Ted consiguió un trabajo en Nueva York, en un instituto, cuando se doctoró —dice la se?ora Koontz—, y después él y tu bisabuela volvieron al cabo Cod. Entonces él empezó a trabajar en la Sea Oats.
Mi abuelo, que se había doctorado en educación, fue el primer director de la Sea Oats School, una escuela privada de prestigio que queda en el pueblo de al lado. Antes incluía parvulario, primaria y secundaria, pero ahora solo es un instituto. Allí irá Annie cuando le toque, porque, gracias a él, tendrá una beca.
—Y, ejem, cuando Mamie y mi bisabuelo vinieron a vivir aquí —pregunta Annie—, ?estaba también mi abuela?
—Sí, cuando se mudaron, tu abuela Josephine debía de tener… ?Cuántos a?os? ?Cinco? ?Seis? —dice la se?ora Sullivan—. Volvieron al cabo Cod en 1950. Lo recuerdo perfectamente, porque es el a?o en que me casé.
La se?ora Koontz asiente con la cabeza.
—Sí, Josephine empezó primero cuando se mudaron aquí, si no me equivoco.
—?Y Mamie puso la panadería entonces? —pregunta Annie.
—Creo que fue algunos a?os después —dice la se?ora Koontz—, pero lo más probable es que tu madre lo sepa. —Entonces me llama—: Hope, guapa, ?dónde estás?
Finjo que no he estado escuchando toda la conversación.
—Aquí estoy. ?Qué pasa? —pregunto, levantando la mirada.
—Annie pregunta cuándo fundó tu abuela la panadería.
—En 1952 —digo. Miro a Annie, que me observa fijamente—. Me parece que sus padres tenían una en Francia.
No sé nada más sobre el pasado de Mamie. Ella nunca hablaba sobre su vida antes de conocer a mi abuelo.
Annie no me hace caso y vuelve a dirigirse a las dos mujeres.
—Pero ?ustedes no conocen a nadie que se llame Leona? —pregunta.
—No —dice la se?ora Sullivan—. Tal vez fuera amiga de tu bisabuela de cuando vivía en Francia.
—En realidad, aquí nunca tuvo ninguna amiga —dice la se?ora Koontz. Me lanza una mirada culpable y enseguida rectifica—: Es muy simpática, desde luego; lo que pasa es que siempre ha sido muy reservada.
Asiento con la cabeza, aunque no estoy segura de que haya que achacárselo exclusivamente a Mamie. Ella es discreta y reservada, sin duda, pero me da la impresión de que la se?ora Koontz, la se?ora Sullivan y las demás mujeres del pueblo no la deben de haber recibido con los brazos abiertos, precisamente. Siento pena por ella.
Vuelvo a mirar el reloj.
—Annie, tendrías que marcharte. Vas a llegar tarde a la escuela.
Entorna los ojos y desaparece la visión efímera de la vieja Annie: ha vuelto a odiarme.
—No eres mi jefa —farfulla.
—En realidad, jovencita —dice la se?ora Koontz, mirándome—, sí que lo es: es tu madre y, por consiguiente, tu jefa hasta que cumplas los dieciocho, como mínimo.
—Es igual —dice Annie entre dientes.
Se levanta de la mesa y entra en el obrador pisando fuerte. Sale poco después con su mochila.
—Gracias —dice a la se?ora Koontz y a la se?ora Sullivan, mientras se dirige hacia la puerta—. Quiero decir, gracias por hablarme de mi bisabuela.
Ni siquiera me mira cuando sale por la puerta dando zancadas hacia Main Street.
Gavin pasa cuando estoy a punto de cerrar para devolverme el juego de llaves que le había dado dos días antes. Lleva puestos los mismos vaqueros con el agujero en el muslo, que da la impresión de haberse agrandado un poquito desde la última vez que lo vi.
—La ca?ería está arreglada —me dice mientras le sirvo lo que queda del café de la tarde— y el lavavajillas funciona como nuevo.
—No sé cómo agradecértelo.
Gavin sonríe.
—Lo sabes perfectamente. Ya conoces mis debilidades: el Star Pie, el strudel de canela, el café hecho hace horas…
Mira su taza de café y enarca una ceja, pero bebe un sorbo, de todos modos.
Echo a reír, aunque me siento incómoda.
—Ya sé que debería pagarte con algo más que con los productos de la panadería. Perdona, Gavin.
Levanta la vista.
—No hay nada que perdonar —dice—. ?Cómo se nota que subestimas mi adicción a tu repostería!
Lo miro y se ríe.
—Te lo digo en serio, Hope: es excelente. Eres una maestra.
Suspiro mientras meto las últimas tartaletas rosadas de almendras que quedan en un recipiente plano de plástico con tapa que guardaré hasta ma?ana en el congelador.
—Pero resulta que no basta con ser una maestra —mascullo.
Aquella ma?ana, Matt me ha traído un montón de papeles que todavía no me he puesto a leer siquiera, aunque sé que tengo que hacerlo. No me apetece lo más mínimo.
—Eres injusta contigo misma —dice Gavin. Sin darme tiempo a responder, a?ade—: Conque Matt Hines viene mucho por aquí.
Bebe otro sorbo de café.
Alzo la vista de las pastas que estoy guardando.
—Solo es por el negocio —le digo, aunque no estoy segura de por qué me da la impresión de que tengo que justificarme.
—Ajá —es lo único que responde Gavin.
—Salíamos juntos cuando estábamos en el instituto —a?ado.
Gavin creció en North Shore, al norte de Boston —una tarde que nos quedamos charlando en el porche me contó que había ido al instituto en Peabody—, de modo que supongo que no sabe nada de mi pasado con Matt; por eso, me sorprendo cuando dice: