Annie baja la vista.
—Es que últimamente me llama así y quería saber, o sea, quién era. —Pone cara de horror y farfulla—. Perdón por decir ?o sea?.
La se?ora Sullivan se inclina y palmea la mano de Annie.
—Has conseguido asustar a la chiquilla, Barbara —dice.
La se?ora Koontz suspira y dice:
—Solo trato de ense?arle a hablar correctamente.
—Vale, de acuerdo, pero no es el momento ni el lugar —responde la se?ora Sullivan y le gui?a un ojo a Annie—. ?Y por qué es tan importante para ti, querida, saber quién es esta Leona?
—Mi bisabuela parece triste —responde Annie al cabo de un minuto, con voz tan baja que tengo que hacer un esfuerzo para oírla— y no sé mucho sobre ella, ?no? Sobre mi bisabuela, quiero decir. Quisiera ayudarla, pero no sé cómo.
Entran entonces un par de clientes —un hombre canoso y una joven rubia que no conozco— y, mientras los atiendo, me pierdo lo que hablan Annie y las dos mujeres. La rubia pregunta si tenemos algo dietético —pues no— y pide un trozo de pastel de zanahorias y su compa?ero, que parece varias décadas demasiado mayor para apretarle la mano y besarle la oreja, pide un éclair. Cuando se van y vuelvo a mirar a Annie, está sentada con las dos ancianas.
Miro el reloj y estoy a punto de recordarle que, si no se marcha en los próximos minutos, llegará tarde a la escuela, pero parece tan seria que me quedo inmóvil y me limito a contemplarla. Estoy acostumbrada a su aire despectivo y a que ponga los ojos en blanco cuando está conmigo, pero en este momento parece inocente e interesada. Me trago el nudo que tengo en la garganta.
Entro en el salón con un trapo y un aerosol para poder escuchar a escondidas, fingiendo que limpio. Advierto que las mujeres le están contando a Annie la historia de cómo Mamie vino a vivir al cabo Cod.
—Todas las muchachas del pueblo estaban enamoradas de Ted, tu bisabuelo —le está diciendo la se?ora Koontz.
—?Anda! —La se?ora Sullivan se abanica con el periódico—. Durante el último a?o de instituto, me pasaba todo el día escribiendo su nombre y el mío en una libreta.
—él era mayor que nosotras —dice la se?ora Koontz.
—Cuatro a?os —confirma la se?ora Sullivan—. Estaba en la universidad… Harvard, vamos… pero volvía a casa cada pocas semanas, de visita. Tenía coche, uno bueno, y eso llamaba mucho la atención por aquí en aquella época. Y las chicas se derretían por él.
—Era tan amable —ratifica la se?ora Koontz— y, como tantos otros, se enroló en el ejército un día después de Pearl Harbor.
Las dos hacen una pausa al mismo tiempo y se miran las manos. Sé que están pensando en otros jóvenes que ellas han perdido hace mucho. Annie cambia de postura en el asiento y pregunta:
—?Y qué pasó después? Conoció a mi bisabuela en la guerra, ?verdad?
—En Espa?a, me parece —dice la se?ora Koontz y mira a la se?ora Sullivan para que se lo confirme—. Lo hirieron en un lugar del norte de Francia o en Bélgica, creo. Nunca supe toda la historia; por aquí todos lo dimos por desaparecido en combate durante meses. Yo estaba segura de que había muerto, pero consiguió huir a Espa?a y tu bisabuela también estaba allí.
Annie asiente con la cabeza, muy seria, como si supiese la historia de memoria, aunque mi abuelo murió doce a?os antes de que ella naciera.
—Es francesa, claro, tu bisabuela Rose, pero, por lo que sé, sus padres murieron cuando era joven y ella se quiso ir de Francia, porque el país estaba en guerra, ?verdad?
La se?ora Sullivan, que ha tomado el hilo de la narración, mira a la se?ora Koontz, que asiente con la cabeza.
—Nunca supimos muy bien cómo se conocieron, pero, sí, creo que Rose vivía en Espa?a. Me parece que fue, ?cuándo sería, en 1944?, cuando nos enteramos de que él había vuelto a Estados Unidos y se había casado con una francesa.
—A finales de 1943 —corrige la se?ora Sullivan—. Lo recuerdo perfectamente, porque fue cuando cumplí veinte a?os.
—Ah, sí, claro. Te pusiste a llorar frente a tu pastel de cumplea?os. —La se?ora Koontz le gui?a un ojo a Annie—. Estaba enamorada de tu bisabuelo como una adolescente, pero tu bisabuela se lo quitó.
La se?ora Sullivan hace una mueca.
—Era dos a?os más joven que nosotras y tenía aquel acento francés tan exótico. A los chicos los vuelven locos los acentos, ?sabes?
Annie asiente con la cabeza, toda seria, como si lo supiera por instinto. Disimulo una sonrisa, mientras finjo que me concentro en limpiar una mancha particularmente rebelde. Nunca oí contar a mi abuela cómo había conocido a mi abuelo —en realidad, casi nunca habla del pasado—, de modo que me interesa enterarme de lo que saben aquellas mujeres.