La lista de los nombres olvidados

Esta ma?ana se dispersan por el obrador los olores de la harina, la levadura, la mantequilla, el chocolate y la vainilla; inhalo profundamente y su familiaridad me relaja. Desde que era peque?a, estos aromas siempre me han recordado a mi abuela, porque, incluso cuando la panadería estaba cerrada, incluso en casa, después de ducharse y cambiarse, su cabello y su piel conservaban aún el perfume de la cocina.

 

Estiro las masas y echo más harina en la amasadora industrial, pero tengo la cabeza puesta en otra cosa. Mientras ejecuto metódicamente los preparativos matutinos, pienso en lo que me dijo Mamie anoche. Verifico el reloj para los merengues con pepitas de chocolate del primer horno. Extiendo la masa para las tartaletas rosadas de almendras que tanto agradan a Matt Hines. Superpongo las láminas del baklava e introduzco la bandeja en el segundo horno. Echo en el bol de la segunda batidora el queso crema blando para la tarta de queso con limón y uvas. Envuelvo con capas de masa de cruasán los cuadrados de chocolate negro francés para los pains au chocolat. Trenzo las tiras largas de la challah integral, esparzo pasas de uva por encima y la dejo aparte, para que vuelva a subir.

 

?A ti no te pasa nada malo, cielo?, me había dicho Mamie, pero qué sabrá ella. Casi ha perdido la memoria y está totalmente gagá. Sin embargo, a veces tiene la mirada tan despejada como siempre y estoy segura de que puede ver hasta el fondo de mi alma. Aunque nunca dudé de que ella y mi abuelo se quisieran, siempre me dio la impresión de que la relación entre ellos era más funcional que romántica. ?Me habrá pasado lo mismo con Rob y lo habré echado a perder por creer que podía haber algo más? Tal vez haya sido tonta. La vida no es un cuento de hadas.

 

Suena el temporizador del primer horno, de modo que saco los merengues y los pongo a enfriar. Vuelvo a programar el horno y me dispongo a introducir los pains au chocolat. He empezado a hacer dos hornadas por las ma?anas, porque, ahora que estamos en oto?o y el aire se ha enfriado, se venden más rápido. Nuestras tartaletas y pasteles de frutas tienen más éxito en los meses de primavera y verano; en cambio, a medida que se acerca el invierno, parece que el público prefiere las pastas más dulces y más compactas.

 

Cuando tenía ocho a?os, empecé a ayudar a Mamie en la panadería, como Annie me ayuda a mí ahora. Todas las ma?anas, justo antes de la salida del sol, Mamie interrumpía lo que estuviera haciendo y me conducía a la ventana que daba al este, por encima de la franja sinuosa de Main Street. Desde allí contemplábamos en silencio el horizonte hasta que rayaba el alba y después seguíamos cocinando.

 

—?Qué es lo que miras siempre, Mamie? —le pregunté una ma?ana.

 

—Miro el cielo, querida —me dijo.

 

—Ya lo sé, pero ?por qué?

 

Me había acercado a ella y me había estrechado contra su delantal rosa descolorido, el mismo que usaba desde que yo tenía memoria. Me abrazó con tanta fuerza que me asusté un poco.

 

—Chérie, miro desaparecer las estrellas —dijo al cabo de un minuto.

 

—?Por qué? —volví a preguntar.

 

—Porque, aunque no las veas, siempre están allí. Lo que pasa es que se esconden detrás del sol.

 

—?Y? —pregunté con timidez.

 

Deshizo el abrazo e inclinó la cabeza para mirarme a los ojos.

 

—Porque conviene recordar que no siempre hace falta ver algo para saber que existe, mi vida.

 

Lo que Mamie me dijo hace casi tres décadas sigue resonando en mi cabeza cuando la voz de Annie desde la puerta del obrador me saca bruscamente de mi atontamiento.

 

—?Por qué lloras? —me pregunta.

 

Levanto la vista y me sorprendo al comprobar que tiene razón: las lágrimas me ruedan por las mejillas. Las aparto con el dorso de la mano, con lo cual me desparramo masa húmeda y pegajosa por toda la cara, y le dedico una sonrisa forzada.

 

—No estoy llorando —digo.

 

—No tienes por qué mentir, ?no?

 

Suspiro.

 

—Estaba pensando en Mamie.

 

Annie pone los ojos en blanco y me hace una mueca.

 

—?Genial! Ya era hora de que te decidieras a manifestar alguna emoción.

 

Arroja la mochila al rincón, donde cae con un ruido sordo.

 

—?Y eso qué significa? —pregunto.

 

—Ya lo sabes —dice.

 

Se arremanga la camisa rosada y coge un delantal del gancho de la pared, justo a la izquierda de los estantes donde guardo las bandejas.

 

—Pues no, no lo sé —replico.

 

Interrumpo lo que estoy haciendo y la miro, mientras retira de la nevera de acero inoxidable una caja de huevos y cuatro barras de mantequilla y coge una jarra medidora. Se mueve por la cocina con tanta soltura como Mamie en otra época.

 

Annie no responde hasta que acaba de batir la mantequilla en la batidora fija y de a?adir cuatro tazas de azúcar y los cuatro huevos, uno a uno.

 

—Tal vez, o sea, si hubieses sido capaz de sentir algo cuando estabas casada con papá, ahora no estarías divorciada —dice por fin, por encima del ruido de la batidora.

 

Me quedo sin respiración y la miro fijamente.

 

—Pero ?qué dices? Si yo mostraba mis sentimientos…

 

Apaga la batidora.

 

—Es igual —farfulla—. Solo lo hacías para, o sea, enviarme a mi habitación o cosas así. ?Cuándo te comportabas como si hubieras estado feliz de estar con papá?

 

—?Era feliz!

 

—Es igual —dice—. Ni siquiera eras capaz de decirle a papá que lo querías.

 

Parpadeo.

 

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