Precalentar el horno a 180 grados. Forrar con cápsulas de papel 24 moldes para magdalenas.
En un bol grande, batir la mantequilla y el azúcar con la batidora eléctrica hasta obtener una mezcla ligera y esponjosa; a continuación, a?adir los huevos de uno en uno. Incorporar el extracto de vainilla y mezclar bien.
Tamizar la harina con la levadura química y la sal y a?adir a la mezcla con mantequilla, más o menos una taza por vez, alternando con la leche.
Rellenar los moldes para magdalenas más o menos hasta la mitad. Hornear entre 15 y 20 minutos o hasta que, al insertar en la parte superior del cupcake un cuchillo, este salga limpio. Dejar enfriar 10 minutos en la bandeja del horno y después pasar a una rejilla hasta que se enfríen por completo.
Esperar hasta que se hayan enfriado del todo y entonces cubrir con el ba?o rosa (véase la receta a continuación).
BA?O ROSA
INGREDIENTES
1 taza de mantequilla sin sal, ligeramente blanda 4 tazas de azúcar glas
? cucharadita de extracto de vainilla
1 cucharadita de leche
de 1 a 3 gotas de colorante alimenticio rojo
PREPARACIóN
Batir la mantequilla en un bol mediano con la batidora eléctrica hasta que quede ligera y esponjosa.
A?adir poco a poco el azúcar y batir hasta que quede bien mezclado.
Agregar la vainilla y la leche y seguir batiendo hasta que se mezclen bien.
Agregar una gota de colorante alimenticio rojo y batir bien hasta incorporar. Para conseguir un ba?o con un rosado más intenso, a?adir una o dos gotas más; después de echar cada gota, batir hasta que quede homogéneo. Extender sobre los cupcakes, según la receta anterior.
Rose
Rose miró por la ventana, buscando, como siempre, la primera estrella que sale sobre el horizonte. Estaba segura de que aparecería —titila y brilla tanto que parece una llama eterna— en cuanto el sol poniente pintara en el cielo cintas de fuego y luz. Cuando ella era ni?a, al crepúsculo lo llamaban l’heure bleue, la hora azul, la hora en la que la tierra no estaba del todo clara ni del todo oscura. Siempre la había reconfortado aquel espacio intermedio.
El lucero vespertino que aparecía todas las noches durante el crepúsculo aterciopelado siempre había sido su preferido, aunque en realidad no era una estrella, sino el planeta Venus, el que llevaba el nombre de la diosa del amor. Ella lo había aprendido hacía tiempo, pero, en realidad, daba igual, porque aquí, en la tierra, costaba distinguir lo que era una estrella de lo que no lo era. Durante a?os había contado todas las estrellas que podía ver en el firmamento por la noche. Siempre buscaba algo, pero todavía no lo había encontrado. No se lo merecía —estaba segura— y eso la apenaba. Muchas cosas la apenaban en aquellos momentos, pero, algunas veces, de un día para otro, no podía recordar por qué lloraba.
Alzheimer. Sabía que tenía esa enfermedad. Lo había oído susurrar en las salas. Había observado a sus vecinos del hogar, que llegaban y se marchaban e iban perdiendo la memoria a medida que pasaban los días. Sabía que a ella le estaba ocurriendo lo mismo y eso la asustaba por motivos que nadie entendería. No se atrevía a expresarlos en voz alta. Era demasiado tarde.
Rose sabía que la joven del cabello casta?o brillante, los rasgos familiares y los ojos hermosos y tristes acababa de decirle quién era, pero ella ya lo había olvidado. Un pánico conocido le subió hasta la garganta. Ojalá pudiera aferrarse a los recuerdos como si fueran cuerdas de salvamento y guardarlos antes de hundirse, pero le resultaban resbaladizos —no podía agarrarlos—, de modo que carraspeó y, con una sonrisa forzada, se aventuró a expresar su mejor conjetura: —Josephine, cielo, busca el lucero en el horizonte —dijo.
Se?aló el espacio vacío en el cual sabía que en cualquier momento aparecería el lucero vespertino. Esperaba haber acertado. Hacía mucho que no veía a Josephine. O tal vez sí. Era imposible saberlo.
La joven de ojos tristes carraspeó y dijo:
—No, Mamie; soy Hope. Josephine no está aquí.
—Ah, sí, claro, ya lo sé —se apresuró a rectificar Rose—. Me debo de haber equivocado al decirlo.
No podía permitir que nadie —ninguno de ellos— supiera que estaba perdiendo la memoria. ?Qué vergüenza!, ?verdad? Como si no los quisiera lo suficiente para recordarlos: le resultaba embarazoso, porque ocurría todo lo contrario. Tal vez, si disimulaba un poco más, las nubes se disiparían y sus recuerdos regresarían de dondequiera que hubiesen ido a esconderse.
—No pasa nada, Mamie —dijo la joven, que parecía demasiado mayor para ser Hope, su única nieta, que no podía tener más de trece o catorce a?os. Sin embargo, Rose podía ver las arrugas de preocupación grabadas en torno a los ojos de la joven: demasiadas arrugas para una ni?a de esa edad. ?Qué la preocuparía? Tal vez la madre de Hope supiera lo que no iba bien. Tal vez entonces Rose pudiera ayudarla. Quería ayudar a Hope, pero no sabía cómo.