Rose la observó marchar y advirtió que aún no era oscuro del todo: Hope ni siquiera había estado durante toda la heure bleue, lo cual entristeció a Rose, aunque no culpó a la muchacha. Rose sabía que aquello, como tantas otras cosas, era culpa suya.
Después, cuando ya habían salido todas las estrellas, se presentó la enfermera preferida de Rose —una mujer cuya piel brillaba como el pain au chocolat que, tanto tiempo atrás, Rose llevaba a casa para su hermano David y su hermana Danielle— para asegurarse de que hubiera tomado todos los medicamentos de la noche.
—Hola, Rose —dijo, sonriéndole a los ojos, mientras le servía un vaso de agua y le abría el pastillero—. ?Ha venido alguien a verte esta tarde?
Rose se puso a cavilar, tratando de recordar. Saltó una chispa, un destello en el fondo de su memoria, pero no tardó en desaparecer. Tenía la certeza de que había contemplado el crepúsculo ella sola, como todas las noches.
—No, querida —respondió Rose.
—?Estás segura? —insistió la enfermera. Le entregó sus pastillas en un vaso de papel y vio que las tragaba y bebía un poco de agua—. Amy, la recepcionista de la planta baja, me dijo que había venido tu nieta, Hope.
Rose sonrió, porque quería mucho a Hope, que debía de tener trece o catorce a?os.
??Cómo pasa el tiempo! —pensó—. Antes de que me dé cuenta, será adulta?.
—No —dijo a la enfermera—. No ha venido nadie, pero tienes que conocerla algún día. Es un encanto de ni?a. Tal vez venga a verme con su madre.
La enfermera le apretó ligeramente el brazo y sonrió:
—De acuerdo, Rose —dijo—. De acuerdo.
Capítulo 4
Nunca había sido mi intención regresar aquí: a la panadería, al cabo Cod ni a nada de todo esto.
No era cosa prevista que a los treinta y seis a?os yo tuviera una hija adolescente ni fuese la propietaria de una panadería. Cuando estaba en la universidad, so?aba con irme a vivir muy lejos, con viajar por todo el mundo y con ganarme la vida como abogada.
Entonces conocí a Rob, que estaba en último a?o de Derecho justo cuando yo acababa de empezar la carrera. Si me parecía que el cabo Cod ejercía una fuerte atracción sobre mí, no tenía ni punto de comparación con lo que supuso entrar en su órbita. A mediados de a?o me falló el control anticonceptivo y tuve que decirle que estaba embarazada: una semana después me propuso matrimonio. Según dijo, era lo que correspondía hacer.
Entre los dos habíamos decidido que me tomaría un a?o para tener al bebé antes de volver a la universidad. Annie nació en agosto. Rob consiguió trabajo en un bufete de Boston y sugirió que me quedara en casa con nuestra hija un poco más, ya que sus ingresos habían mejorado. Al principio, la idea parecía buena. Sin embargo, después del primer a?o, el abismo entre nosotros se había vuelto tan grande que yo ya no sabía cómo salvarlo. Mis días, llenos de pa?ales, la lactancia y Barrio Sésamo, apenas le despertaban interés y he de reconocer que yo estaba celosa de que él se relacionara con el mundo todos los días e hiciera todas las cosas que yo había so?ado en otra época. No me arrepentía de haber tenido a Annie —jamás lo lamenté ni por un instante—, sino de no haber tenido la oportunidad de vivir la vida como esperaba.
Hace nueve a?os diagnosticaron por primera vez a mi madre un cáncer de mama y, después de discutir conmigo muchas noches, Rob aceptó trasladarse al cabo Cod, donde había advertido que podría abrir un bufete y ser uno de los pocos abogados especializados en da?os corporales de la zona. Mamie cuidaba a Annie en la panadería durante el día, mientras yo colaboraba con Rob como asistente jurídica: no era exactamente lo que había so?ado, pero se parecía bastante. Cuando Annie estaba en primero, ba?aba cupcakes y acanalaba los bordes de masa como una profesional. Durante algunos a?os, todo funcionó a la perfección.
Pero entonces mi madre tuvo una metástasis, la memoria de Mamie empezó a fallar un poco y ya no quedaba nadie más que yo para salvar la panadería. Antes de darme cuenta de lo ocurrido, me había convertido en la guardiana de un sue?o que no era mío y, de paso, había perdido todo lo que siempre había so?ado.
Son casi las cinco de la ma?ana y todavía faltan dos horas para que amanezca. Cuando estaba en la primaria, Mamie me decía que cada aurora era como desenvolver un regalo divino, lo cual me desconcertaba, porque no es que ella fuera practicante. Sin embargo, por la noche, cuando mi madre y yo íbamos a cenar a su casa, a veces la encontrábamos arrodillada junto a la ventana de atrás, rezando en voz baja mientras la luz se iba apagando.
—Prefiero mantener mi propia relación con Dios —me dijo un día, cuando le pregunté por qué rezaba en casa, en lugar de ir a la iglesia.