La lista de los nombres olvidados

—?Te lo ha dicho él?

 

—?Por qué? ?Acaso no soy lo bastante mayor para darme cuenta de las cosas por mí misma? —pregunta.

 

Sin embargo, por su manera de esquivar mi mirada, me doy cuenta de que he dado en el clavo.

 

—Annie, no corresponde que tu padre te hable mal de mí —digo—. Hay muchas cosas acerca de nuestra relación que no comprendes.

 

—?Como cuáles?

 

Es un desafío y me mira con frialdad.

 

Examino las posibilidades, pero, en definitiva, sé que no corresponde meter a nuestra hija en una pelea de adultos en la que ella no tiene que intervenir.

 

—Eso queda entre tu padre y yo.

 

Lanza una carcajada y pone los ojos en blanco.

 

—Pues él confía en mí lo suficiente para hablar conmigo —dice— y ?sabes una cosa? Tú lo estropeas todo, mamá.

 

Antes de que pueda responder, suena la campanilla de la puerta de entrada a la panadería. Miro el reloj: todavía faltan unos minutos para las seis, nuestra hora oficial de apertura, pero Annie debió de dejar la puerta sin llave al entrar.

 

—Seguiremos después, jovencita —le digo con severidad.

 

—Es igual —masculla entre dientes.

 

Vuelve a concentrarse en la masa que está preparando y la observo por un instante, mientras a?ade un poco de harina y después algo más de leche y una pizca de vainilla.

 

—Eh, Hope, ?estás allí atrás?

 

Es la voz de Matt desde la tienda y me marcho con brusquedad.

 

Oigo que Annie masculla:

 

—Claro, tenía que ser él.

 

Finjo no oírla y acudo a la tienda.

 

La se?ora Koontz y la se?ora Sullivan vienen a las siete, como siempre, y, por una vez, Annie corre a atenderlas. En general prefiere quedarse en el obrador, cocinando cupcakes y pastelillos enganchada a su iPod, sin hacerme caso hasta la hora de ir a la escuela, pero hoy está muy maja y sonriente y entra enseguida en el salón y les sirve café antes de que ellas se lo pidan.

 

—Aquí tienen. Ahora se los llevo a la mesa —dice, haciendo malabarismos con dos tazas de café y una jarrita de nata, mientras ellas le van a la zaga, mirándose entre sí.

 

—Vaya, Annie, gracias —dice la se?ora Sullivan cuando mi hija deposita los cafés y la nata sobre la mesa y aparta la silla para que se siente.

 

—?De nada! —responde Annie con viveza.

 

Por un momento suena exactamente como la ni?a que vivía en su cuerpo antes del divorcio. La se?ora Koontz también murmura su agradecimiento y Annie responde alegremente:

 

—?De nada! ?De nada!

 

Ronda por allí mientras las dos toman los primeros sorbos de café y, para cuando la se?ora Sullivan prueba un bocado de su magdalena de arándanos y la se?ora Koontz levanta su dónut con azúcar y canela, se ha puesto prácticamente a brincar sobre un pie o sobre el otro.

 

—Ejem, o sea, ?puedo hacerles una pregunta? —dice Annie.

 

Estoy ordenando detrás del mostrador, pero hago una pausa y me esfuerzo por oír lo que quiere saber.

 

—Claro que puedes, guapa —dice la se?ora Koontz—, pero no debes usar ?o sea? en medio de la frase.

 

—?Eh? —pregunta Annie, perpleja.

 

La se?ora Koontz enarca una ceja, pero Annie se da cuenta y se corrige enseguida:

 

—Quiero decir ??cómo dice?? —rectifica.

 

—La expresión ?o sea? no sirve para rellenar una frase —le dice la se?ora Koontz a mi hija con toda seriedad.

 

Me escondo detrás del mostrador para que no me vean sonreír.

 

—Ah —dice Annie—. Quiero decir, lo sé.

 

Me asomo por detrás del mostrador y veo que tiene el rostro encendido. Me da pena: la se?ora Koontz, que hace a?os fue profesora mía de lengua en el instituto, es dura de pelar. Pienso en salir en defensa de Annie, pero la se?ora Sullivan se me adelanta.

 

—Vamos, Barbara, deja en paz a la chiquilla —le dice, dando a su amiga un golpecito en el brazo. Se vuelve a Annie y le dice—: No le hagas caso, guapa. Lo que pasa es que, ahora que está jubilada, echa de menos no estar en condiciones de mandonear a los ni?os. —Cuando la se?ora Koontz se dispone a protestar, la se?ora Sullivan le da otro golpecito y sonríe a Annie—: ?Has dicho que querías preguntarnos algo?

 

Annie carraspea.

 

—Ejem, sí —dice—, quiero decir que sí, se?ora. Quería saber… —Hace una pausa y las mujeres aguardan—. Bueno, ustedes conocían a mi bisabuela, ?no es cierto?

 

Las mujeres se miran entre sí y después a Annie.

 

—Sí, desde luego —responde la se?ora Sullivan por fin—. Hace a?os que la conocemos. ?Cómo está?

 

—Bien —dice Annie de inmediato—. Bueno, no está bien del todo. Tiene algunos… problemas, pero, ejem, en general está bien. —Ha vuelto a ponerse roja—. En fin, lo que quería saber es… ejem, si ustedes saben quién es Leona.

 

Las mujeres vuelven a cruzar las miradas.

 

—?Leona? —dice la se?ora Sullivan lentamente. Reflexiona unos instantes y mueve la cabeza de un lado a otro—. Me parece que no. No me suena. ?Y a ti, Barbara?

 

La se?ora Koontz mueve la cabeza de la misma forma.

 

—Pues no —dice—, creo que no conocemos a ninguna Leona. ?Por qué?

 

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