La lista de los nombres olvidados

La dejo ir, avergonzada.

 

—No sé qué hacer con Mamie —le digo, mientras ella coge el talego y se lo cuelga al hombro—. Tal vez esté diciendo tonterías.

 

Annie se queda congelada.

 

—Pero ?qué dices?

 

Me encojo de hombros.

 

—Ha perdido la memoria, Annie. Es espantoso, pero el alzheimer es así.

 

—Pues hoy no la había perdido —dice y veo que la parte interna de sus cejas empieza a apuntar hacia abajo, mientras frunce el ce?o.

 

Su voz de pronto se ha vuelto gélida.

 

—No, pero se ha puesto a hablar de estas personas que jamás hemos oído mencionar… Has de reconocer que no tiene sentido.

 

—Mamá —dice Annie rotundamente, mientras me taladra con los ojos—, vas a ir a París, ?verdad?

 

Echo a reír.

 

—Claro y después iré de compras a Milán y a esquiar a los Alpes suizos. Y tal vez me dé una vuelta en góndola por Venecia.

 

Annie entorna los ojos.

 

—?Tienes que ir a París!

 

Me doy cuenta de que lo dice en serio.

 

—Cari?o —le digo con suavidad—, es que no es posible. ?Quién se va a hacer cargo de la panadería, si yo no estoy?

 

—Cierra por unos días o, si no, ya vendré yo a echar una mano después de clase.

 

—Eso no puede salir bien, cielo.

 

Pienso en lo cerca que estoy de perderlo todo.

 

—Pero ?mamá!

 

—Annie, ?cómo sabemos que Mamie recordará siquiera esta conversación más adelante?

 

—Pues ?por eso tienes que ir! —dice Annie—. ?No has visto lo importante que era para ella? ?Quiere que averigües lo que ha sido de esas personas! ?No puedes defraudarla!

 

Suspiro. Pensaba que Annie lo comprendería mejor, que se daría cuenta de que su bisabuela a menudo dice cosas sin sentido.

 

—Annie… —empiezo.

 

Pero me interrumpe.

 

—?Y si es su última oportunidad? ?Y si es nuestra última oportunidad de ayudarla?

 

Me encojo de hombros. No sé qué decir. No puedo explicarle que estamos al borde del abismo.

 

Cuando me quedo en silencio un momento, Annie parece tomar una decisión.

 

—Te detesto —dice entre dientes.

 

Gira sobre sus talones y, con el talego a la espalda, sale, ofendida, de la cocina. Al cabo de unos segundos, oigo la puerta de entrada que se cierra de un portazo. Respiro hondo, salgo yo también y me dispongo a llevarla a la casa de su padre en silencio.

 

A la ma?ana siguiente, después de una noche casi sin dormir, estoy sola en la panadería, metiendo en el horno una bandeja de galletas de azúcar gigantes, cuando oigo un repiqueteo en el cristal de la puerta principal. Dejo las manoplas sobre el mostrador, programo el temporizador del horno, me limpio las manos en el delantal y miro el reloj: son las 5.35. Todavía faltan veinticinco minutos para abrir.

 

Cuando atravieso el obrador en dirección a la tienda, a través de la puerta de vaivén con listones veo a Matt que se hace sombra con las manos sobre los ojos mientras apoya la cara contra el cristal para atisbar el interior. Al verme, retrocede enseguida y después me saluda tranquilamente con la mano, como si no acabase de dejar la marca de su nariz en mi escaparate.

 

—No está abierto aún, Matt —le digo, después de girar las tres llaves en sus cerraduras y de abrir la puerta con un crujido—. Puedes pasar y esperar dentro, si quieres, pero todavía no he puesto a hacer el café y…

 

—No, no, no he venido por el café —dice Matt. Hace una pausa y a?ade—: Aunque, si haces un poco, tomaré una taza.

 

—Hummm… —digo y vuelvo a mirar el reloj—. Vale, de acuerdo.

 

No debería llevarme más de dos minutos moler los granos, echarlos en la cafetera y apretar el botón para ponerla en marcha. Me apresuro a hacerlo y reviso mentalmente todas las demás cosas que tengo que hacer antes de abrir, mientras Matt me sigue hacia dentro y cierra la puerta tras él.

 

—Hope, he venido a preguntarte qué vas a hacer —dice Matt, mientras la cafetera borbotea y escupe las primeras gotas en la jarra.

 

Me pregunto por un instante cómo sabrá lo que me ha dicho Mamie, pero entonces me doy cuenta de que está hablando de la panadería y del hecho de que, aparentemente, el banco está dispuesto a tomar medidas para quitármela. Me sumo en la desesperación.

 

—No lo sé, Matt —digo con frialdad y sin volverme. Simulo que estoy ocupada preparando el café—. Aún no he tenido oportunidad de analizar la situación.

 

En otras palabras, me encuentro en una fase de negación, que es lo que suelo hacer cuando las cosas van mal: simplemente hundo la cabeza en la arena y espero a que pase la tormenta. A veces sale bien, aunque casi siempre lo único que consigo es llenarme los ojos de arena.

 

—Hope… —empieza Matt.

 

Suspiro y muevo la cabeza de un lado a otro.

 

—Oye, Matt, si has venido a tratar de convencerme para que venda la panadería a los inversores de los que me has hablado, ya te he dicho que todavía no sé lo que voy a hacer y no estoy preparada para…

 

Me interrumpe.

 

—Es que se te está acabando el tiempo —dice con firmeza—. Tenemos que hablar.

 

Finalmente, me vuelvo. Está de pie junto al mostrador, inclinado hacia delante.

 

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