La lista de los nombres olvidados

Todavía tienes la vida por delante, lo mismo que Annie. Aprende a dejarte querer, querida Hope, porque te lo mereces. Aprende a querer sin trabas. El amor es mucho más poderoso de lo que crees. Ahora lo sé, aunque para mí es demasiado tarde.

 

Lo que te deseo, querida Hope, es que vivas con plenitud en este país que te permite ser lo que eres y sabiendo que, dondequiera que estés, Dios existe, que vive entre las estrellas. Te deseo que seas feliz y que comas perdices, como en los cuentos de hadas que te contaba cuando eras peque?a, pero tienes que luchar por conseguir esa clase de vida con toda la fuerza de tu corazón, porque solo amando y teniendo el valor de dejarte amar podrás encontrar a Dios, que existe sobre todo en tu corazón.

 

Siempre te querré,

 

Mamie

 

 

 

 

 

Capítulo 33

 

 

Cuando acabo de leer la carta, tengo los ojos llenos de lágrimas. La dejo y, envuelta aún en la manta, me dirijo sin hacer ruido a la puerta de atrás y salgo a la terraza a respirar el aire frío de la noche. Me arrebujo más en la manta de Mamie y me imagino que son sus brazos, que me envuelven en un último abrazo.

 

—?Estás allá arriba? —murmuro hacia la nada.

 

A lo lejos, tal vez desde el otro lado de la bahía, que está a una manzana de distancia, me llegan apenas los ruidos de los que festejan la última hora del a?o que está a punto de finalizar. Pienso en todas las cosas que se pueden volver a comenzar y en todas las cosas que no se pueden deshacer.

 

Miro el firmamento y trato de localizar las estrellas que Mamie siempre buscaba. Las encuentro —son las de la Osa Mayor— y sigo la línea que forman las dos estrellas de la cacerola, como ella me había ense?ado, hasta encontrar la Estrella Polar, Polaris, que resplandece en las alturas, hacia el norte. Me pregunto si la morada de Dios quedará por allí. Me pregunto qué habrá estado buscando ella todos estos a?os.

 

No sé cuánto tiempo llevo mirando al cielo cuando advierto un leve movimiento entre la Osa Mayor y la Estrella Polar. Entorno los ojos y parpadeo unas cuantas veces y entonces los veo.

 

Contra el fondo oscuro, tan tenues que apenas alcanzo a distinguirlas, dos estrellas atraviesan el cielo, justo al lado de Polaris, y se adentran cada vez más. No es la primera vez que veo una estrella fugaz: después de todo, las noches en el cabo Cod son tan negras y profundas que desde aquí se aprecia mejor la oscuridad que en muchos otros lugares de la costa este. Durante mi adolescencia, he pasado muchas noches contando estrellas y pidiendo deseos a las fugaces.

 

Sin embargo, estas estrellas son distintas. En lugar de caer del cielo, viajan por el manto nocturno, brillantes y relucientes, y atraviesan alegremente la oscuridad, la una junto a la otra.

 

Me quedo boquiabierta mientras contemplo su huida. Se pierden los sonidos terrenales —las risas lejanas, el suave murmullo de una televisión distante, las olas que besan la orilla— y, envuelta en una burbuja de silencio, observo las estrellas, que se vuelven cada vez más peque?as hasta que al fin desaparecen.

 

—Adiós, Mamie —susurro cuando se han ido—. Adiós, Jacob.

 

Y creo que, en cierto modo, el viento, que ahora silba en torno a mí, les lleva mis palabras.

 

Me quedo escudri?ando el cielo un minuto más, hasta que siento el frío que me penetra en los huesos; entonces regreso al interior de la casa, donde cojo el teléfono móvil que he dejado en la mesa de la cocina. Llamo primero a Annie y sonrío cuando ella contesta.

 

—?Estás bien, mamá? —me pregunta y escucho de fondo el ruido de los festejos en Chatham.

 

Hay música, risas, alegría.

 

—Muy bien —digo—. Solo quería decirte que te quiero.

 

Permanece en silencio un momento.

 

—Lo sé —dice por fin—. Yo también te quiero, mamá. Te llamo después.

 

Le digo que se divierta y, cuando cuelgo, me quedo mirando fijamente el teléfono durante treinta segundos y después me voy desplazando por mi lista de contactos y hago otra llamada.

 

—?Hope? —responde Gavin, con su voz profunda y cálida.

 

Respiro hondo.

 

—Mi abuela me ha dejado una carta —digo sin rodeos— y acabo de leerla.

 

Permanece en silencio un minuto y me maldigo por no saber hacerlo mejor.

 

—?Estás bien? —pregunta por fin.

 

—Estoy bien —digo y sé que es verdad.

 

Estoy bien ahora y sé que seguiré estándolo, pero falta algo más. No quiero esperar toda la vida para montar las piezas, como hizo Mamie y como mi madre nunca tuvo oportunidad de hacer.

 

—Perdón —le suelto de repente—. Perdóname por todo: por alejarte, por fingir que no me importabas…

 

No dice nada y, en medio del silencio, se me llenan los ojos de lágrimas.

 

—Gavin —le digo y respiro hondo—, quiero verte.

 

Lo oigo respirar y, en la pausa que se prolonga entre nosotros, estoy segura de haberlo perdido.

 

—Perdón —digo por fin y miro el reloj: son las 23.42—, es muy tarde.

 

—Hope —dice Gavin por fin—, nunca es demasiado tarde.

 

Quince minutos después, escucho su Jeep a la entrada de mi casa y llega a mi puerta justo antes de que el reloj dé la medianoche. Ya lo estoy esperando con la puerta abierta de par en par, sin importarme que se cuele el frío de la noche. ?Qué más da!

 

—Hola —dice Gavin cuando llega a mi lado, junto a la puerta.

 

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