La lista de los nombres olvidados

—Gavin te quiere —me dice Alain—. Te ha ayudado a encontrarme a mí y a Jacob. Ha sido amable con tu hija. No tenía ninguna obligación.

 

—Ya lo sé —respondo—. Es un hombre fantástico, pero estamos bien sin él.

 

—De acuerdo, pero ?es que tú quieres estar sin él? —pregunta Alain y me mira con detenimiento, de una forma que me indica que ya sabe la respuesta.

 

Me encojo de hombros.

 

—No necesito a nadie. Nunca he necesitado a nadie.

 

—Siempre necesitamos que nos quieran —dice Alain.

 

—Tengo a Annie —respondo.

 

—Y a mí —dice con una sonrisa.

 

Le sonrío a mi vez.

 

—Ya lo sé.

 

—?No crees en el amor? —pregunta después de un buen rato—. ?Acaso no lo has visto con toda claridad entre tu abuela y Jacob?

 

Me encojo de hombros por toda respuesta.

 

La verdad —que no puedo explicarle a Alain— es que ahora creo en el amor, en la clase de amor que puede existir entre un hombre y una mujer. Tengo que agradecérselo a Mamie, porque es una lección que no esperaba aprender. Supongo que, en ese sentido, soy digna hija de mi madre.

 

Sin embargo, tengo el corazón recubierto de hielo, como el comedero para pájaros que se nos ha congelado en el porche de atrás. Que el amor exista no significa que yo sea capaz de sentirlo. Algunas veces me pregunto, en la oscuridad de la noche, si puedo querer incluso a Annie de la forma adecuada o si habré heredado para siempre la frialdad de mi madre. Annie es mi hija y sé que daría la vida por ella sin pensármelo o que renunciaría a lo que fuera de mi vida para que la suya fuera mejor, pero ?es eso amor? No tengo manera de saberlo. Y, si ni siquiera tengo la seguridad de ser capaz de querer a mi hija adecuadamente, ?cómo voy a creer que puedo amar a otra persona?

 

Además, me da la impresión de que Mamie se aferró a su amor por Jacob como si fuera una cuerda que pudiera salvarla de morir ahogada, pero, con los a?os, la cuerda que la salvó empezó a apretarla cada vez más, a medida que pasaba el tiempo. Me temo que en eso puede llegar a convertirse el amor, si lo dejamos.

 

Gavin tenía razón: hay capas y más capas de defensas en torno a mi corazón y no sé cómo alguien podría atravesarlas. Ya no creo que quede nadie dispuesto a intentarlo. Bastó una sola conversación para disuadir a Gavin, que desapareció del todo, lo cual me demostró que nunca había tenido demasiado interés. ?Qué tonta fui cuando pensé que era diferente! ?Qué absurdo es que esto me parta el corazón!

 

El 30 de diciembre, el día después de la partida de Alain de vuelta a París, Annie se presenta en la puerta de la panadería a las dos de la tarde, cuando yo suponía que estaba en casa con su amiga Donna, cuya madre había aceptado que las ni?as tenían edad suficiente para dejarlas solas unas cuantas horas.

 

—?Pasa algo? —pregunto al instante—. ?Dónde está Donna?

 

—Se ha ido a su casa —dice Annie sonriendo—. Has recibido una llamada.

 

—?De quién?

 

—Del se?or Evans —dice, refiriéndose al único abogado del pueblo especializado en sucesiones—. Mamie dejó un testamento.

 

Muevo la cabeza de un lado a otro.

 

—No, no puede ser. Ya nos habríamos enterado. Mamie murió hace un mes.

 

Annie inclina la cabeza a un lado.

 

—Conque piensas que miento.

 

Abro la boca para responder, pero ella prosigue:

 

—Dijo que, o sea, Mamie le pidió que no te llamara hasta el 30 de diciembre, porque hay una carta que ella no quería que recibieras hasta la víspera de A?o Nuevo.

 

Me la quedo mirando fijamente.

 

—Me estás tomando el pelo.

 

Annie se encoge de hombros.

 

—Eso es lo que ha dicho el se?or Evans. Si no me crees, llámalo tú.

 

De modo que telefoneo a Thom Evans, uno de los numerosos hombres del pueblo que había salido y dejado de salir con mi madre cuando yo era peque?a. Con aquel tono suyo acartonado y escrupuloso, me dice que, efectivamente, hay un testamento y que, efectivamente, hay una carta y que puedo pasar al día siguiente, en cualquier momento, a recogerlos, aunque sea sábado y, por si fuera poco, festivo.

 

—La ley nunca duerme —me dice.

 

Casi se me escapa una carcajada, porque todo el pueblo sabe que, si alguien pasa por el despacho de Thom Evans, es tan probable encontrarlo sentado ante su escritorio sin conocimiento y con una botella de whisky en la mano como trabajando de verdad.

 

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