Precalentar el horno a 180 grados.
En un cazo mediano de fondo grueso, mezclar los higos, las ciruelas, media taza de uvas cortadas, el azúcar moreno, la canela y una taza de agua. Revolver a fuego entre mediano y alto hasta que el azúcar se disuelva y la mezcla empiece a hervir. Bajar a fuego medio bajo, tapar y cocinar 20 minutos. Destapar y cocer entre 3 y 5 minutos más, sin dejar de revolver, hasta que se haya evaporado casi todo el líquido y la mezcla adquiera la consistencia de una mermelada espesa. Retirar del fuego.
Mientras se enfría el relleno, esparcir una capa fina de almendras sobre una bandeja y tostarlas en el horno entre 7 y 9 minutos, hasta que se doren un poco.
Retirar del horno las almendras tostadas e incorporarlas a la mezcla de frutas. A?adir las semillas de amapola y la otra media taza de uvas cortadas. Revolver bien para mezclar todo.
Echar la mezcla de frutas sobre la base de masa ya preparada. Estirar el resto de la masa formando un cuadrado de 25 × 25 centímetros. Cortarla en tiras de 1,25 centímetros de ancho y distribuir las tiras en forma de estrella, entrecruzándolas por encima de la masa. Espolvorear con abundante azúcar con canela.
Hornear 30 minutos o hasta que la tapa de masa se dore. Retirar del horno y dejar enfriar del todo. Se conserva en la nevera hasta 5 días. Se puede servir frío o a temperatura ambiente.
Rose
El agua en la que nadaba Rose había empezado a llenarse de colores: unos colores apagados y lechosos que le recordaban las pinturas de Claude Monet que tanto le gustaban cuando era ni?a. En las profundidades turbias había nenúfares y sauces llorones y, de vez en cuando, unos álamos proyectaban sombras sobre la superficie, muy por encima de ella.
Cuando era ni?a, Rose siempre había querido ir a Giverny, el lugar donde Monet había pintado muchas de sus obras famosas; le parecía que tenía que ser el lugar más maravilloso del mundo. Solo cuando se hizo mayor comprendió que el lugar en sí no era más hermoso que cualquier otro que ella hubiese visto, sino que lo era por la forma en que Monet lo había captado con sus pinturas y sus lienzos. En una ocasión, ella y Jacob habían estado en Argenteuil, a las afueras de París, donde Monet había vivido y pintado por un tiempo, y Rose se llevó una desilusión al ver que la población, a pesar de ser bonita, no era tan extraordinaria como la había hecho parecer Monet.
Entonces se dio cuenta de que la belleza depende por completo de quien la percibe. Después de la guerra había descubierto —y eso la perturbó bastante— que ya no encontraba esa clase de belleza en ninguna parte. Aunque tenía una vaga noción de que el mundo seguía siendo hermoso, era como si, de pronto, los bordes fueran más borrosos y hubiese desaparecido toda la luminosidad.
En aquel momento, a medida que los colores suaves se le arremolinaban alrededor en las profundidades misteriosas de las que, aparentemente, no podía salir, ella flotaba y escuchaba. Volvía a oír voces lejanas por encima de la superficie de aquel mar inmenso y sereno. Trató de impulsarse hacia arriba, porque de pronto le pareció muy importante saber quién estaba allí. ?No había oído algo diferente aquella vez?
Mientras flotaba lentamente hacia arriba, acercándose a la superficie, mecida por las aguas serenas, los colores le recordaron de pronto el vestido que se había hecho para su boda secreta. El martes 14 de abril de 1942. Jamás olvidaría aquella fecha. Le había conseguido las telas su amiga Jacqueline, la única que sabía lo que ella y Jacob planeaban. Sin embargo, a Jacqueline se la habían llevado la primera semana de marzo: la arrestaron por el atrevimiento de ser extranjera y judía. No era más que una se?al de los horrores que estaban por venir, aunque Rose no lo sabía, aún, el día dichoso de su matrimonio.
El vestido llevaba muchas capas de una tela como de gasa y ella había tardado más de un mes en coserlo en la oscuridad de su cuarto por la noche. Cuando su hermana Hélène le preguntaba qué hacía, ella escondía el vestido bajo las sábanas e inventaba alguna excusa. Siempre había pensado que, en cierto modo, Hélène se daba cuenta y, aunque le molestaba que su hermana desaprobara a Jacob sin decir palabra, Rose sentía también que, en la oscuridad en la que se sumía la ciudad por la noche, Hélène se alegraba de que al menos una de ellas hubiese encontrado una manera de huir de la tristeza que las rodeaba.
Rose no había querido vestirse de blanco para su boda, aunque, desde luego, seguía siendo pura, pero el blanco representaba la inocencia y en París ya no quedaba nada inocente.