Jacob no quiere que pasemos por su apartamento para preparar un bolso, sino que insiste en que vayamos al cabo Cod lo antes posible, sin perder ni un minuto más.
—Tengo que verla —dice y nos mira con apremio a Gavin y a mí—. Tengo que verla lo antes posible.
Me quedo con él mientras Gavin va corriendo a buscar el Jeep, porque, con la cadera reconstruida, Jacob no puede caminar muy deprisa. Mientras aguardamos en el extremo septentrional de Battery Park, junto a la calle, Jacob me mira fijamente, como si hubiese visto un fantasma. ?Tengo tantas cosas que preguntarle! Pero prefiero esperar a Gavin, para que él también escuche las respuestas.
—Eres mi nieta —dice Jacob en voz baja, mientras esperamos—, ?verdad?
Asiento lentamente.
—Creo que sí.
Todo me resulta tan extra?o. No puedo por menos de pensar en la persona a la que toda la vida llamé ?abuelo?. Todo es tan injusto para él. Aunque, sin duda, él lo sabía perfectamente: seguro que era muy consciente cuando tomó la decisión de aceptar a mi madre como hija suya, aunque no lo fuese.
—Se parece usted tanto a mi hija —le confieso.
—?Tienes una hija?
Asiento.
—Annie. Tiene doce a?os.
Jacob me coge la mano y me mira a los ojos.
—?Y tu padre o tu madre? ?Qué fue lo que tuvo Rose? ?Un ni?o o una ni?a?
Por primera vez reparo en la desgracia de que mi madre haya muerto sin conocer a Jacob y, probablemente, sin saber que existía. Se me parte el corazón cuando pienso que, a su vez, Jacob nunca podrá ver a la hija por la que lo perdió todo.
—Una ni?a —digo en voz baja—. Josephine.
?La hija de Jacob, a la que había que salvar para que pudiera transmitir el legado?. Pienso en el cartel que había delante de la iglesia junto a la I-95 y siento un escalofrío. La verdad siempre había estado allí.
—Josephine —repite Jacob lentamente.
—Murió hace dos a?os —a?ado al cabo de un momento—. De cáncer de mama. Lo siento.
Jacob emite un sonido como el de un animal herido y se encorva un poco, como si algo invisible le hubiese pegado un pu?etazo en las tripas.
—?Vaya por Dios! —murmura al cabo de un momento y se vuelve a enderezar—. ?Cuánto lo lamento por ti!
Se me llenan los ojos de lágrimas.
—Y yo lo lamento por usted —digo—. No sé cómo decirle cuánto lo lamento.
Los setenta a?os perdidos, que nunca llegara a conocer a su hija y que —hasta ahora— ni siquiera hubiese sabido que había nacido.
Gavin aparca y se apea de un salto. Intercambiamos miradas, mientras ayudamos a Jacob a subir al asiento trasero. Me siento al lado de Gavin y, después de mirar por los espejos retrovisores, se aleja rápidamente del bordillo.
—Vamos a llevarlo al cabo Cod lo antes posible, se?or —dice Gavin, observando por el retrovisor a Jacob, que levanta la vista para mirarlo.
—Gracias, joven —dice Jacob—. Y tú ?quién vienes a ser?
Entonces echo a reír, aliviando la tensión, al darme cuenta de que ni siquiera le he presentado a Gavin. Lo hago rápidamente y le explico que fue quien puso en marcha todo aquello y me ayudó a dar con él hoy.
—Gracias por todo, Gavin —dice Jacob cuando acabo de explicárselo—. ?Eres el marido de Hope?
Gavin y yo nos miramos, incómodos y me doy cuenta de que me ruborizo.
—Ejem, pues no, se?or —digo—. Solo somos buenos amigos.
Echo un vistazo a Gavin, que mira fijamente hacia delante, concentrado en la carretera.
Viajamos en silencio hasta que acabamos de subir por la West Side Highway, atravesamos el norte de Harlem por la I-95, cruzamos el puente y llegamos a la zona continental.
—?Puedo hacerle una pregunta, se?or Levy? —digo, volviéndome.
—Por favor, llámame Jacob —dice— o, desde luego, también me puedes llamar abuelo, aunque supongo que es demasiado pronto para eso.
Trago saliva. Me da pena por el hombre al que toda la vida llamé abuelo. Ojalá hubiese sabido la verdad antes de que muriera. Ojalá hubiese podido darle las gracias por todo lo que hizo para salvar a mi abuela y a mi madre. Ojalá hubiese sabido antes todo lo que —probablemente— él había perdido.
—Jacob —le digo al cabo de un momento—. ?Qué sucedió en Francia durante la guerra? Mi abuela nunca ha hablado de eso y hasta hace unas semanas ni siquiera sabíamos que era judía.
Jacob parece sorprendido.
—?Cómo puede ser? ?Qué creíais?
—Cuando llegó de Francia —le digo—, vino con el nombre de Rose Durand y durante toda mi vida ha ido a una iglesia católica.
—Mon Dieu —murmura Jacob.
—Nunca supe nada de lo que ocurrió en el Holocausto —prosigo—, ni de su familia ni de ti. Lo mantuvo todo en secreto hasta hace pocas semanas, cuando me dio una lista de nombres y me pidió que fuera a París.
Le hago un resumen de mi viaje a París, de mi encuentro con Alain y de que él vino conmigo. Sus ojos se encienden.
—?Está aquí Alain? —pregunta—. ?En Estados Unidos?