La lista de los nombres olvidados

Me muero por cruzar la calle, pero Gavin, tal vez porque lo presiente, me pone una mano en el brazo hasta que se interrumpe la circulación.

 

Parece confuso, pero cruza delante de mí y después frena un poco y me sigue. Pasamos corriendo junto a los turistas que pasean, los retratistas callejeros y los vendedores ambulantes de comida, en dirección a la gruesa barandilla oscura que separa del agua el borde de la isla. Apoyo las manos en el metal frío y, por encima de las aguas turbulentas, clavo la vista en la estatua de la Libertad, que mira hacia el sudeste, a la entrada del puerto de Nueva York. Supongo que el suyo habrá sido el primer rostro que veían los inmigrantes cuando divisaban la isla de Manhattan.

 

?Jacob siempre ha estado presente en los cuentos que me contaba mi abuela —murmuro, mientras miro fijamente a la reina con su antorcha, la que yo había contemplado tantas tardes durante el verano que pasé en Nueva York, sin darme cuenta de que debería haberla reconocido por los cuentos de Mamie.

 

Aparto la vista de la estatua de la Libertad y escudri?o toda la barandilla, primero hacia la izquierda y después hacia la derecha. A pesar del frío oto?al y del viento que nos azota desde el agua, cubre la acera un mar de turistas. Estoy a punto de sumirme en la desesperación. Tal vez sea imposible encontrarlo entre tanta gente.

 

Gavin no dice nada; parece darse cuenta de que estoy absorta en mi propio mundo. Sin embargo, cuando el pánico empieza a apoderarse de mí y empiezo a pensar que tal vez me haya equivocado, siento que su mano se cierra con suavidad sobre la mía y la sujeto con una fuerza que me sorprende. No quiero que me suelte.

 

Cuando me dispongo a decir: ?Tal vez me he equivocado?, lo veo. Sin soltar la mano de Gavin, empiezo a desplazarme hacia la derecha, siguiendo la hilera de bancos, a lo largo de la barandilla resplandeciente. No sé cómo de pronto tengo la certeza de que es él, de que es Jacob, pero estoy segura antes, incluso, de verle la cara. A su lado hay apoyado un bastón y tamborilea con los dedos de la mano izquierda sobre la barandilla, como suele hacer mi hija, distraída.

 

?Es él —le digo a Gavin.

 

El hombre está de cara a la estatua de la Libertad y la observa con fijeza, como si no pudiera apartar la vista. Tiene el cabello blanco como la nieve, aunque la coronilla se le está quedando calva, y lleva un abrigo largo y oscuro que a mí me parece que tiene algo de majestuoso.

 

?El príncipe —murmuro, más para mí misma que para Gavin.

 

Cuando estamos a pocos metros de él, de pronto vuelve la cabeza y me mira de frente. En aquel instante desaparece cualquier duda. Es él.

 

Se queda inmóvil, con la boca apenas entreabierta, y yo también y nos miramos sin pesta?ear. Se parece muchísimo a Annie: en su rostro se dibujan todos los rasgos cuyo origen Rob ha cuestionado alguna vez. La misma nariz estrecha y aguile?a. El mismo hoyuelo en la barbilla. La misma frente alta y majestuosa. Y, mientras nos observamos fijamente el uno al otro, reconozco algo más: detrás de las gafas de armazón oscuro, tiene mis mismos ojos, los ojos verde mar con motas doradas que, como Mamie siempre me decía, eran la cosa que más le gustaba observar del mundo.

 

—Jacob Levy —digo en voz baja y, más que una pregunta, es una afirmación, porque ya lo sé.

 

A mi lado, siento que la mano de Gavin aprieta la mía y advierto que se da cuenta, un minuto después que yo, de lo mucho que se parece Jacob a mi hija y de lo que eso significa.

 

Jacob asiente lentamente, sin apartar la vista.

 

—Me llamo Hope —le digo con dulzura y doy un paso más— y soy nieta de Rose.

 

Se le llenan los ojos de lágrimas.

 

—Ha sobrevivido —murmura.

 

Asiento lentamente y Jacob se me acerca, con la mirada clavada en mí. Aparto la mano de Gavin y me aproximo a Jacob, hasta que quedamos a un paso el uno del otro. Extiende la mano y lenta y tímidamente la dirige hacia mi rostro. Me adelanto un poco más, hasta que siento su mano en la mejilla: es áspera y nudosa, pero nunca había sentido nada tan suave.

 

?Ha sobrevivido —repite.

 

Entonces me estrecha entre sus brazos y noto que tiembla cuando se pone a sollozar. Lo abrazo a mi vez y me doy cuenta de que las lágrimas también asoman a mis ojos. Siento que abrazo un trozo del pasado, la pieza que faltaba para completar el rompecabezas. Estoy abrazando, con setenta a?os de retraso, a quien fue el amor de la vida de mi abuela y, a menos que esté loca, a menos que haya imaginado en este hombre los rasgos de mi hija y mis propios ojos, estoy abrazando al abuelo que nunca supe que tenía.

 

??Está viva aún? —pregunta, cuando al fin deshace el abrazo—. ?Sigue viva Rose?

 

Hay rastros de acento francés en sus palabras; se parece mucho a la manera de hablar de Mamie. Sigue aferrándose a mis brazos, como si temiera caer si me suelta. Las lágrimas le ruedan por las mejillas y yo también tengo húmedo el rostro.

 

Asiento con la cabeza.

 

—Ha tenido un derrame cerebral y está en coma, pero está viva.

 

Da un respingo, pesta?ea unas cuantas veces y me dice:

 

—Tienes que llevarme a verla, Hope. Llévame a ver a mi Rose.

 

 

 

 

 

Capítulo 27

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