La lista de los nombres olvidados

Pero nadie contesta. No se oyen pasos en el interior.

 

—Vuelve a probar —digo.

 

Gavin asiente con la cabeza y llama de nuevo, esta vez más fuerte. Nada. Trato de no sentirme totalmente abatida. ?Y ahora qué?

 

—Otra vez —digo con voz débil.

 

Gavin aporrea la puerta con tanta fuerza que se abre la que está enfrente, al otro lado del pasillo. Aparece una anciana que nos mira fijamente.

 

—?A qué viene tanto jaleo? —pregunta, molesta.

 

—Perdón, se?ora —dice Gavin—. Estamos tratando de localizar a Jacob Levy.

 

—?Y no pueden golpear como personas normales? —pregunta—. ?Tienen que echar la puerta abajo?

 

—Es que no contesta —le digo, abatida. Respiro hondo—. ?Sigue viviendo aquí? ?Sigue…?

 

Se me pierde la voz, pero lo que quiero preguntarle es si sigue vivo. Es espantoso querer saber algo así.

 

—Cálmese —dice la mujer—. No sé dónde está. Ni siquiera lo conozco. Por favor, tengan la bondad de no armar tanto jaleo, que quiero ver la televisión.

 

Cierra de un portazo antes de que podamos a?adir nada más. Me tiemblan las rodillas y me tengo que apoyar en la pared. Gavin se coloca a mi lado y me pasa el brazo por los hombros.

 

—Lo vamos a encontrar, Hope. Está aquí. Lo sé.

 

Asiento, aunque no consigo creérmelo. ?Y si, después de tanto esfuerzo, descubrimos que hemos llegado demasiado tarde por unos meses? Otra vez me pongo a mirar por la ventana situada al final del pasillo y contemplo la hermosa vista, mientras las lágrimas me empa?an la visión. A nuestros pies se extienden unas cuantas manzanas cortas de Manhattan que acaban en el extremo verde de Battery Park. Más allá, al otro lado de las aguas de color azul intenso del puerto de Nueva York, aparecen Governors Island, a la izquierda, y Ellis Island, a la derecha. Me pregunto si allí habrán estado Jacob y mi abuela cuando llegaron por primera vez al país. Detrás de Ellis Island está Liberty Island, donde veo la estatua de la Libertad, con la antorcha en alto. Brilla a la luz del sol y por un instante pienso en la libertad que representa. ?Cómo habrá sido entrar por primera vez en este país a través de Ellis Island y pasar junto a un símbolo tan poderoso de todo lo que representa esta nación?

 

Entonces, de pronto, algo encaja en su sitio y me quedo boquiabierta.

 

—Gavin —le digo, cogiéndolo del brazo—, ya sé dónde está.

 

—?Cómo dices? —pregunta, sorprendido.

 

—Sé dónde está Jacob —digo—. La reina. La reina con la antorcha. ?Dios mío! ?Ya sé dónde está!

 

 

 

 

 

Capítulo 25

 

 

MERENGUES DE COCCIóN LENTA

 

INGREDIENTES

 

2 claras de huevo

 

1/2 taza de azúcar blanco

 

1 cucharadita de extracto de vainilla

 

1/2 taza de pepitas de chocolate

 

PREPARACIóN

 

Precalentar el horno a 180 grados.

 

En un bol grande, batir las claras de huevo con la batidora eléctrica a alta velocidad hasta que se formen picos blandos.

 

A?adir el azúcar, un octavo de taza a la vez, sin dejar de batir. Seguir batiendo hasta que los picos queden duros y se mantengan solos.

 

Reducir al mínimo la velocidad de la batidora e incorporar la vainilla.

 

Ir agregando poco a poco las pepitas de chocolate con una cuchara de madera.

 

Echar a cucharaditas sobre bandejas de horno cubiertas con papel vegetal. Procurar que en cada montículo quede, como mínimo, una pepita de chocolate. Conviene que los montículos conserven bien la forma.

 

Colocar la bandeja en el horno y apagarlo enseguida.

 

Dejar la bandeja en el horno toda la noche. ?No vale abrirlo para echar un vistazo! A la ma?ana siguiente, cuando nos levantemos y abramos el horno, los merengues estarán hechos y listos para comer.

 

 

 

Rose

 

Era julio de 1980 y estaba sentada, con los ojos cerrados, en el salón del hogar que Ted había creado para ella. Fuera hacía tanto calor que ni la brisa salada del mar que entraba por las ventanas bastaba para refrescarla. En días como aquel a?oraba París, por la manera en que, incluso en la canícula, la ciudad parecía resplandecer. Allí no resplandecía nada, salvo el agua, y eso le parecía a Rose una tentación cruel. La provocaba, al recordarle que, si se embarcaba y se dirigía hacia el este, acabaría por llegar a su casa, a las costas lejanas de su país de origen.

 

Sin embargo, jamás podría regresar. Lo sabía.

 

Kristin Harmel's books