La lista de los nombres olvidados

Esa es la parte que no entiendo.

 

—Debió de pensar que Jacob ya había muerto. Puede que tu abuelo fuese amable y le brindase la oportunidad de sobrevivir y de dar a su hija una vida de verdad y tal vez aprovechó esa oportunidad, porque le pareció que era lo que tenía que hacer.

 

—?Quieres decir que nunca quiso a mi abuelo? —pregunto, porque me duele pensar algo así—. ?Que él solo fue un medio para alcanzar un fin?

 

—No, seguro que lo quiso —dice Gavin—. Tal vez de una forma diferente a como quería a Jacob, pero él le brindó, a ella y a tu madre, una buena vida.

 

—El tipo de vida que Jacob habría querido que tuvieran —digo.

 

Gavin hace un gesto de asentimiento.

 

—Pues sí.

 

—Pero, si eso es cierto, ?qué consiguió mi abuelo? —pregunto, abrumada de golpe por la tristeza—. ?Una esposa que nunca lo quiso como él merecía que lo quisieran?

 

—Puede que él supiera todo el tiempo que las cosas serían así —dice Gavin— y que la quisiera tanto que no le importara. Puede que tuviera esperanzas de que ella se enamorase de él. Puede que le bastara con tenerla allí, con saber que la protegía, con hacer de padre para su hija.

 

Miro hacia otro lado. Ojalá pudiese preguntarle a mi abuelo qué era lo que había sentido y cómo lo había racionalizado, suponiendo que Gavin tenga razón. Lo malo es que se ha ido hace tiempo. Me pregunto si las respuestas y los secretos que guardaban seguirán ocultos para siempre. Sé que así será, si Mamie no despierta nunca más. En realidad, incluso aunque despierte, no hay ninguna seguridad de que recuerde algo.

 

—?Crees que mi madre lo llegó a saber? —pregunto y me apresuro a a?adir—: Suponiendo que sea verdad, claro.

 

—Apostaría a que no —dice Gavin con voz suave—. Da la impresión de que lo único que tu abuela quería era dejarlo todo atrás para siempre.

 

Cuando volvemos a subir al coche, me doy cuenta de que me he puesto a llorar. No sé cuándo he empezado, pero el hueco de mi corazón parece haberse agrandado más y más. Hasta hace poco, mi abuela había sido, simplemente, una mujer algo triste que, por casualidad, procedía de Francia y tenía una panadería. Ahora, mientras voy pelando una capa tras otra de la persona que es en realidad, me doy cuenta de que su tristeza debía de ser mucho más profunda de lo que yo pensaba y que se ha pasado la vida disimulando, envuelta en secretos y mentiras.

 

Ahora quiero más que nunca que despierte, para poder decirle que no está sola y que la comprendo. Quiero escuchar la historia de su propia boca, porque, a estas alturas, tenemos demasiadas conjeturas. Me doy cuenta de que ya no sé de dónde procedo. No tengo ni idea. Nunca he conocido a la rama paterna de mi familia —ni siquiera sé quién es mi padre— y ahora resulta que todo lo que sabía de la parte materna era mentira.

 

—?Estás bien? —pregunta Gavin con suavidad.

 

Aún no ha puesto en marcha el motor. Solo está sentado a mi lado, observándome llorar.

 

—Ya no sé quién soy —digo al cabo de un rato.

 

Asiente, como si lo comprendiera.

 

—Yo sí lo sé —se limita a decir—: eres Hope y eso es lo único que importa.

 

A pesar de lo incómodo que resulta, con la consola central del coche entremedias, cuando me atrae hacia él y me estrecha entre sus brazos, me resulta lo más natural y agradable del mundo.

 

Cuando por fin me suelta y murmura: ?Será mejor que volvamos a la carretera para que no se nos haga demasiado tarde?, me da la impresión de que solo han transcurrido unos segundos, aunque, según el reloj, el abrazo ha durado varios minutos. No me ha parecido suficiente.

 

Al llegar a la autopista, veo una bandeja de vasos que pasa volando por la ventanilla y me doy cuenta de que hemos dejado la comida del McDonald’s sobre el techo. Las carcajadas nos ayudan a aliviar la tensión triste.

 

—En fin, no tenía hambre, después de todo —dice Gavin, mirando por el espejo retrovisor el lugar donde supongo que el resto del desayuno que no hemos tomado se ha esparcido por toda la calzada.

 

—Yo tampoco —coincido.

 

Me sonríe.

 

—?A Nueva York?

 

—?A Nueva York!

 

Son poco más de las diez cuando acabamos de lidiar con el tráfico y salimos de la FDR Drive para entrar en Houston Street, en Manhattan. Gavin va siguiendo las indicaciones del GPS y yo miro alrededor, mientras él zigzaguea de una calle a otra, esquivando por poco a los transeúntes y los taxis detenidos.

 

—Detesto conducir en Nueva York —dice, sonriendo.

 

—Pues lo haces de maravilla —le digo.

 

Trabajé aquí en prácticas un verano, en mi época de estudiante, y después he vuelto unas cuantas veces, pero ha pasado más de una década desde la última vez que estuve y todo me resulta diferente. La ciudad parece más limpia de lo que recordaba.

 

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