La lista de los nombres olvidados

—Según el GPS, casi hemos llegado —anuncia Gavin al cabo de unos minutos—. A ver si podemos aparcar.

 

Encontramos un garaje y caminamos hasta la salida. Mientras Gavin guarda el comprobante que le da el encargado, yo, nerviosa, apoyo el peso del cuerpo en una pierna y después en la otra. Estamos a apenas unas manzanas de la última dirección conocida de Jacob Levy. Puede que en menos de diez minutos nos encontremos frente a él.

 

Gavin me entrega un plano que ha impreso de una página web. Hay una estrella marcada cerca del extremo sur de Battery Place y doy un respingo al ver lo cerca que vive Jacob de la zona cero. Me pregunto si habrá sido testigo de la tragedia del 11 de septiembre. Parpadeo unas cuantas veces y me tranquilizo. Miro hacia el norte, hacia el hueco en la silueta de los edificios en el que solía levantarse el World Trade Center, y me da una punzada de tristeza.

 

—Esta era la parte de la ciudad que más me gustaba —le digo a Gavin cuando emprendemos la marcha—. Trabajé aquí un verano, cuando estaba en la universidad, para un bufete situado en la periferia del centro. Los fines de semana tomaba la línea N o la R hasta el World Trade Center, allí me compraba una Coca-cola en la zona de restaurantes y me iba caminando por Broadway hasta Battery Park.

 

—?De verdad? —dice Gavin.

 

Sonrío.

 

—Miraba hacia la estatua de la Libertad y pensaba en lo inmenso que era el mundo, allá fuera, más allá de la costa este. Pensaba en todas las posibilidades que tenía y todas las cosas que podía hacer en la vida.

 

Me interrumpo y miro hacia abajo.

 

—Qué bien —dice Gavin con suavidad.

 

Muevo la cabeza de un lado a otro.

 

—Era una ni?ata estúpida —farfullo al cabo de un momento—. Resulta que la vida no es tan inmensa como yo pensaba que podía ser.

 

Gavin se detiene y me pone una mano en el brazo, de modo que paro yo también.

 

—?Qué quieres decir?

 

Me encojo de hombros y miro alrededor. Me siento estúpida, en una acera en pleno Manhattan, con Gavin mirándome con tanto detenimiento. Sin embargo, como me observa fijamente, esperando una respuesta, por fin alzo la cabeza y lo miro a los ojos.

 

—Esta no es la vida que yo esperaba tener —digo.

 

Gavin mueve la cabeza de un lado a otro.

 

—Nunca lo es, Hope. Ya lo sabes, ?no? La vida nunca resulta como la planeamos.

 

Suspiro. No espero que me entienda, pero trato de explicárselo: —Mira, Gavin: tengo treinta y seis a?os y en la vida no me ha ocurrido ninguna de las cosas que yo quería. Algunos días, cuando me despierto, pienso: ??Cómo he llegado hasta aquí??. Como que un día simplemente te das cuenta de que ya no eres joven, ya has elegido y es demasiado tarde para cambiar nada.

 

—Nunca es demasiado tarde —dice Gavin—, aunque sé a qué te refieres cuando describes lo que sientes.

 

—?Y cómo lo sabes? —Mi voz suena más brusca de lo que pretendía—. Tienes veintinueve a?os.

 

Suelta una carcajada.

 

—No hay una edad mágica en la que se te acaban todas las opciones, Hope. Tú tienes tantas posibilidades de cambiar tu vida como yo de cambiar la mía. Lo que quiero decir es que a nadie la vida le sale como esperaba. Sin embargo, lo que determina que seas feliz o no es tu manera de enfrentarte a la adversidad.

 

—Tú eres feliz —le digo y me doy cuenta de que, más que una afirmación, parece una acusación—. Quiero decir que pareces tener todo lo que quieres.

 

Vuelve a reír.

 

—Hope, ?de verdad piensas que, cuando era ni?o, so?aba con dedicarme a hacer reparaciones?

 

—No lo sé —farfullo—. ?Era así?

 

—?Pues no! Quería ser artista. Era el ni?o más extravagante del mundo. Le pedía a mi madre que me llevara al Museo de Bellas Artes de Boston para poder contemplar las pinturas y le decía que me iría a vivir a Francia y que sería pintor, como Degas o Monet: los que más me gustaban.

 

—?Querías ser artista? —le pregunto, incrédula.

 

Reanudamos la marcha hacia la dirección de Jacob Levy que nos han dado.

 

Gavin ríe entre dientes y me mira.

 

—Hasta traté de ingresar en la EBAB…

 

—?La EBAB?

 

—Vaya, ya veo que no eres aficionada al arte. —Gavin me gui?a un ojo—. Es la Escuela del Museo de Bellas Artes de Boston. —Hace una pausa y se encoge de hombros—. Tenía las notas y cumplía los requisitos técnicos, pero no pude conseguir suficientes becas para pagarme los estudios. Mi madre no podía hacerse cargo y no quise pedir millones de préstamos y endeudarme para el resto de mi vida, de modo que aquí estoy.

 

—?Entonces no fuiste a la universidad?

 

Gavin ríe.

 

—No es eso. Fui a la Estatal de Salem con una beca y me especialicé en educación, porque pensé que, si no podía ser artista, sería profesor de arte.

 

—?Has sido profesor de arte? —pregunto.

 

Gavin asiente con la cabeza y yo prosigo:

 

—Pero ?qué ocurrió? ?Cómo es que no lo sigues siendo?

 

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