La lista de los nombres olvidados

Oía voces acaloradas en la habitación que daba al frente. Habría querido levantarse y decirles que dejaran de pelear, pero no podía hacerlo. No correspondía. A los treinta y siete a?os, Josephine ya era mayor para que su madre le dijera lo que tenía que hacer. Rose no había sabido proteger a su hija, no le había inculcado las cosas que tiene que inculcar una buena madre. Si pudiera volver a comenzar, tomaría otras decisiones. No se había dado cuenta, cuando era más joven, de que el destino se podía decidir en un momento y de que las decisiones más nimias nos pueden cambiar la vida. Lo sabía entonces, cuando ya era demasiado tarde para cambiar nada.

 

En aquel momento, Ted entró en la habitación. Rose oyó sus pasos firmes y seguros y olió el aroma suave y dulce de los cigarros que le gustaba fumar en el porche, mientras escuchaba por radio los partidos de los Red Sox.

 

—Jo ha vuelto a las andadas —dijo él. Ella abrió los ojos y vio que la miraba fijamente, preocupado—. ?La oyes?

 

—Sí —se limitó a decir Rose.

 

Ted se rascó la nuca y suspiró.

 

—No lo entiendo. Le encanta pelearse con ellos.

 

—No le he ense?ado a amar —dijo Rose con suavidad—. Es culpa mía.

 

Por eso —Rose lo sabía—, Josephine apartaba a los hombres que la querían: porque ella siempre había guardado las distancias con su hija, porque le aterraba confiar en la persona que más quería y porque sabía que a las personas que uno quiere un buen día se las pueden llevar sin previo aviso. No había sido su intención ense?arle aquello a Josephine, pero lo había hecho.

 

—No es culpa tuya, querida —dijo Ted.

 

Se sentó a su lado en el sofá y la acercó a él. Ella respiró hondo y se dejó abrazar. Lo quería. No como había amado a Jacob o a su familia en Francia, porque a todos ellos los había querido con el corazón abierto. Cuando a uno se le cierra el corazón, ya no puede sentir lo mismo. Sin embargo, lo quería como mejor sabía y era consciente de que él la quería a su vez con intensidad. Se daba cuenta de que él ansiaba cruzar la línea divisoria que los separaba. Ojalá ella pudiera decirle cómo hacerlo, pero lo malo era que lo ignoraba.

 

—Claro que es culpa mía —dijo Rose al cabo de un momento.

 

Guardaron silencio, mientras Josephine le gritaba a su novio que él acabaría dejándola algún día, de modo que no tenía sentido que ella le diera otra oportunidad.

 

?óyela —a?adió poco después—. Lo que dice podría haber salido de mi boca.

 

—Eso es absurdo. Tú nunca me echaste así. No es el ejemplo que le diste.

 

—No —se limitó a decir Rose.

 

Sin embargo, lo que quería decir era que nunca lo había echado, porque jamás lo había dejado entrar. Ella era un castillo rodeado por muchas defensas. Ted solo había llegado hasta el montículo de hierba situado después del primer foso; quedaban muchas más murallas por escalar y había que librar muchas más batallas para llegar a su corazón. Sin embargo, Ted no lo sabía. Mejor así.

 

Los dos vieron por la ventana que Hope se acercaba a la casa desde el patio de atrás, donde había estado jugando en la arena, al borde de las dunas. Rose la había estado vigilando —solo tenía cinco a?os— y esperaba que tardara lo suficiente para no oír a su madre discutiendo con el último hombre que había hecho entrar en la vida de la ni?a.

 

—Iré a entretenerla —dijo Ted y se dispuso a ponerse en pie.

 

—No —dijo Rose—, iré yo.

 

Besó a Ted en la mejilla y se dirigió hacia la puerta. Hope se volvió y se le iluminaron los ojos cuando su abuela salió al porche de atrás. A Rose se le hizo un nudo en la garganta y estuvo un rato sin poder hablar: Hope se parecía tanto a como era Danielle hacía mucho tiempo que a veces a Rose le costaba contemplarla sin ver el pasado, sin ver a su hermana peque?a, cuyo destino no quería imaginar del todo.

 

—?Mamie! —exclamó Hope con alegría. Sus rizos casta?os, muy similares a los largos que la propia Rose lucía en su juventud, se mecían con la brisa marina y sus extraordinarios ojos verdes, del color del mar y con motas doradas, brillaban de entusiasmo—. ?He cogido un cangrejo, Mamie! ?Muy grande! ?Tenía pinzas y todo!

 

—?Un cangrejo? —Rose sonrió a su nieta—. ?Qué barbaridad! ?Y qué has hecho con él?

 

Hope sonrió y elevó la mirada hasta su abuela, pesta?eando.

 

—Mamie, ?lo dejé ir! ?Como tú me dijiste!

 

—?Yo te he dicho eso?

 

Hope asintió con la cabeza una sola vez, con seguridad.

 

—Me dijiste que nunca hiciera da?o a nada ni a nadie, si podía evitarlo, y el cangrejo es alguien.

 

Rose sonrió y se agachó para abrazar a la ni?a.

 

—Lo has hecho muy bien, mi vida.

 

Del interior le llegaron las voces airadas de Josephine y su novio, que se chillaban el uno al otro. Carraspeó, con la esperanza de disimular el ruido.

 

—Quedémonos aquí fuera un ratito —dijo a su nieta—. ?Qué te parece si te cuento un cuento?

 

Hope sonrió y se puso a saltar.

 

—?Me encantan tus cuentos, Mamie! ?Me puedes contar el del príncipe que le ense?aba a la princesa a ser valiente?

 

—Claro que sí, cielo.

 

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