Rose se sentó en una tumbona de cara al mar y Hope se encaramó a su regazo, dejó colgando sobre el borde de la silla las piernas morenas por el sol y se acurrucó sobre su pecho. Pronto sería demasiado grande para seguir haciéndolo. Rose deseaba que aquellos momentos duraran para siempre, porque, mientras pudiera sostener a su nieta en el regazo y contarle cuentos, podría mantenerla a salvo y protegida.
?Había una vez, en un país muy lejano, un príncipe y una princesa que se enamoraron —empezó y, a medida que su boca pronunciaba las palabras conocidas, el corazón se le partía y amenazaba con saltársele del pecho.
Por eso había hecho lo que hizo y ella lo sabía. Por eso había salido corriendo, había huido de París, le había dado la espalda a todo. Aquella ni?a que tenía en los brazos no habría estado allí si Rose se hubiese quedado y hubiese aceptado su destino. En eso sabía que había hecho bien. Lo que pasa es que en la vida las decisiones no estaban tan claras. Al menos, no las trascendentales. Para dar vida a Josephine y después a Hope, ella había tenido que renunciar a otras vidas. No había manera de justificar un precio así, ?ninguna manera!
—?Más, Mamie, cuéntame más! —reclamó Hope, saltando sobre el regazo de su abuela, mientras Rose hacía una pausa en el cuento conocido.
Rose alborotó el cabello de su nieta y le sonrió.
—Pues bien, el príncipe le dijo a la princesa que tenía que ser fuerte y valiente y que tenía que hacer lo que estuviera bien, aunque fuera difícil.
—?Eso es lo que me dices siempre, Mamie! —interrumpió Hope—. ?Que haga lo que esté bien! ?Aunque cueste!
Rose asintió con la cabeza.
—Eso es. Siempre tienes que hacer lo correcto. El príncipe le dijo a la princesa que él tenía que salvarla, porque eso era lo correcto. Lo que pasa es que, para salvarla, tenía que enviarla lejos, muy lejos, a las costas de un reino mágico; pero la princesa no había estado nunca en aquel reino mágico, porque quedaba muy, muy lejos, al otro lado del inmenso mar, aunque a menudo había so?ado con él. Ella sabía que en aquel gran reino había una reina que iluminaba con su luz el mundo entero.
—?De noche también? —preguntó Hope, aunque ya había oído la historia cientos de veces.
—De noche también —la tranquilizó Rose.
—Como una lámpara de noche —dijo Hope.
—Pues sí, algo muy parecido a una lámpara de noche —dijo Rose, sonriendo—, porque la lámpara hacía que todo el mundo se sintiera a salvo, como tú te sientes segura con tu lámpara de noche.
—Me gusta esa reina.
—Era una reina muy amable —aseguró Rose a su nieta—, muy buena y muy justa. La princesa sabía que, si podía llegar hasta el reino de aquella reina, estaría a salvo y que, algún día, el príncipe iría a reunirse con ella allí.
—Porque se lo había prometido —dijo Hope.
—Sí, porque se lo había prometido —dijo Rose en voz baja—. Le había prometido que se reuniría con ella al otro lado del foso que rodeaba el gran trono de la reina, donde brillaba la luz. Entonces la princesa cruzó el mar para llegar al reino de la reina sabia y allí estuvo, por fin, a salvo. Mientras la princesa esperaba al príncipe, conoció a un mago fuerte y amable, que se dio cuenta de que ella era una princesa, aunque iba vestida de pobre. Le dijo a la princesa que la quería y que la protegería todos los días de su vida.
—Pero ?y el príncipe? —preguntó Hope—. ?No va a venir?
Rose sabía que Hope le haría aquella pregunta, porque siempre se la hacía. Hope había nacido en un país que creía en lo de vivir felices y comer perdices y cinco a?os no bastaban para aprender que aquello solo pasaba en los cuentos de hadas. Sin embargo, aquello era, efectivamente, un cuento de hadas, se recordó Rose, de modo que respondió de la única forma que sabía, porque, de vez en cuando, ella también necesitaba creer en los cuentos de hadas.
—Claro que sí, cielo —dijo Rose, parpadeando para disimular las lágrimas y estrechando a su nieta—. El príncipe vendrá y, algún día, la princesa lo volverá a ver.
Capítulo 26
-?Adónde vamos? —pregunta Gavin mientras me sigue a la calle.
Cuando echo a correr por Whitehall, despierto la curiosidad de los transeúntes. Una pareja —son turistas con camisetas ?I Love New York? y cámaras colgadas del cuello— me se?ala y me fotografía. Paso de todos ellos y llego como una flecha a State Street. Gavin se pone a mi lado.
—?Qué haces, Hope?
—Jacob está en Battery Park —le digo, sin dejar de correr.
Pasamos junto a un edificio colonial de ladrillo, a la derecha, y observo que es una iglesia católica. Me pregunto fugazmente si Jacob habrá imaginado que Mamie se había puesto en la piel de una musulmana y, después, en la de una católica, y que todas las imágenes que tenía de la divinidad habían quedado amontonadas en un hermoso enredo.
—?Cómo sabes que está allí? —pregunta Gavin.
Nos detenemos para dejar pasar el tráfico, antes de cruzar como flechas State Street para llegar al espacio verde brillante de Battery Park.
—Por los cuentos de mi abuela —le digo.