Esparcir el azúcar con canela en una fuente poco profunda. Desenvolver los rollos de masa y pasarlos por el azúcar hasta que queden bien cubiertos.
Cortar los rollos en rebanadas de 6 milímetros y ponerlas en bandejas de horno untadas con mantequilla. Hornear de 18 a 20 minutos.
Dejar enfriar 5 minutos en la bandeja y después pasar a una rejilla para que se acaben de enfriar.
Rose
Una vez, hace mucho tiempo, cuando Rose tenía cuatro a?os, sus padres la llevaron, con su hermana Hélène, a Aubergenville, cerca de París, a pasar una semana en el campo. Era el verano de 1929 y a su madre le faltaba poco para dar a luz: Claude nacería apenas seis semanas después. Mientras tanto, en aquellos tenues momentos estivales al sol, Rose y Hélène, con cuatro y cinco a?os, eran el único objeto de la atención y el afecto de sus padres.
Habían encargado a Hélène que vigilase a su hermana menor, mientras ellos bebían vino blanco en la terraza posterior de la casita que habían alquilado a unos amigos por una semana. No las vieron cuando Hélène condujo a Rose al otro lado de la casa, hasta el riachuelo rumoroso.
—Metámonos en el agua —dijo Hélène, que llevaba a su hermana de la mano.
Rose vacilaba: ?Maman y papa se enfadarán?, pensó, pero Hélène insistió y le recordó los cuentos que su madre les leía en la cama sobre la familia de patos que vivía a orillas del Sena.
—Los patos nadan todo el tiempo y no pasa nada —le dijo Hélène—. No seas ni?a, Rose.
De modo que Rose se metió en el agua detrás de su hermana, pero, bajo la calma aparente de la superficie, pasaba una corriente y, en cuanto Rose puso el pie, sintió el tirón que la arrastraba hacia abajo, llevándosela. No sabía nadar. De pronto se encontró debajo del agua, lanzada a otro mundo en el que no había aire y casi ningún sonido. Trató de gritar, pero lo único que consiguió fue que se le llenaran de agua los pulmones. Estaba oscuro bajo la superficie: oscuro y desconocido. Veía una luz a lo lejos, sobre ella, pero le daba la impresión de que no podría llegar hasta allí. Sentía las extremidades pesadas y no podía moverlas y, en aquellas profundidades extra?as y acuosas, sintió que el tiempo se detenía. Hasta el instante en que la sacó su padre, atraído justo a tiempo por los chillidos de su hermana, había estado segura de que desaparecería para siempre en aquel mundo turbio y apagado.
Así se sentía Rose en aquel momento, inmersa en el coma desde hacía dos semanas. Era consciente de la existencia de una superficie: voces y sonidos, lejanos y apagados; luz y movimiento, muy, muy lejos. Sentía las extremidades pesadas, como aquel día en el riachuelo de Aubergenville, y sabía que su padre había desaparecido hacía mucho y que no la sacaría de aquel mundo sumergido y aterrador. Estaba sola y seguía sin saber nadar.
Aquel día, en Aubergenville, había querido que la salvaran. Había querido emerger y volver a la vida; en este momento, en cambio, no estaba segura de querer lo mismo. Tal vez fuera hora de desprenderse, hora de dejarse ir. Tal vez las profundidades turbias le aportaran más que la superficie brillante apenas vislumbrada.
Sabía que allá arriba estaba Hope y también Annie, pero estarían bien. Hope era fuerte —más de lo que ella misma creía— y Annie se estaba convirtiendo en una jovencita estupenda. Rose no podía quedarse con ellas para siempre ni protegerlas eternamente.
Tal vez hubiera llegado su hora por fin. Puede que él también estuviese aquí, en algún lugar de las profundidades, en algún lugar de aquel mundo confuso que parecía existir entre la vida y la muerte. Echaba de menos mirar las estrellas, sus estrellas, y, sin el firmamento para brindarle refugio todas las noches, para recordarle a las personas que tanto había querido, se sentía fría y desamparada.
Rose tenía la certeza de que se estaba muriendo: empezaba a oír a los fantasmas de su pasado y por eso sabía que su vida estaba llegando a su fin, porque reconoció la voz de su hermano Alain, ahora madura y grave, como siempre había imaginado que llegaría a ser, si él hubiese sobrevivido durante la guerra y hubiese tenido la oportunidad de llegar a hacerse hombre.
?Fuiste tú quien me salvó, Rose —repetía una y otra vez la voz lejana en la lengua materna de los dos—, c’est toi qui m’a sauvé, Rose?.
En la cabeza de Rose, su voz gritaba: ??No te salvé! ?Te dejé morir! ?Soy una cobarde!?, pero las palabras no acudían a sus labios y, aunque lo hubiesen hecho, ella sabía que se perderían en las profundidades de aquel mundo velado, de modo que se limitaba a escuchar lo que le seguía diciendo la voz de su querido hermano.
?Tú me ense?aste a creer —le susurraba él una y otra vez—. Deja de echarte la culpa a ti misma. Fuiste tú quien me salvó, Rose?.