La mujer que abre la puerta y se presenta como Elida es mayor de lo que me había imaginado: aparenta unos cuarenta y cinco a?os. Tiene la piel clara y una cabellera espesa y oscura que le cubre la espalda, casi hasta la cintura. Yo nunca había conocido a ningún albanés, pero presenta todo el aspecto que yo habría esperado de alguien procedente de Grecia o de Italia.
—Bienvenidas a nuestra casa —dice y nos estrecha la mano, primero a mí y después a Annie. Tiene ojos profundos y casta?os y una sonrisa amable—. Esta noche solo estamos mi abuela y yo. Mi marido, Will, está trabajando. Pasen, por favor.
Le entrego la caja de peque?os Star Pies que he traído de postre; me da las gracias y entramos tras ella por un pasillo cubierto de fotografías en blanco y negro de —supongo— familiares suyos. Nos dice que en Albania la comida principal es a mediodía, pero que esta noche han preparado una cena especial.
—Espero que les guste el pescado —dice, volviéndose un poco—, porque he preparado una vieja receta familiar que mi abuela solía hacer en Albania.
—Claro que sí —digo y Annie asiente con la cabeza—, pero no tenía que tomarse tantas molestias.
—Es un placer —dice—. Son nuestras invitadas.
Damos la vuelta y entramos en un comedor iluminado por una luz tenue, donde, a la cabecera de la mesa, está sentada una mujer que parece mucho mayor que Mamie. Tiene el rostro lleno de arrugas y el cabello níveo se le ha caído en algunas partes, de modo que la cabeza le queda medio pelada y con muchas entradas. Lleva un jersey negro y una falda larga gris y sus ojos brillantes nos miran fijamente desde detrás de unas gafas de carey enormes, desmesuradas para su cara. Dice algo en una lengua que no reconozco.
—Esta es mi abuela, Nadire Veseli —nos dice Elida a Annie y a mí—. Solo habla albanés. Dice que se alegra mucho de que hayan venido y les da la bienvenida a nuestra casa.
—Gracias —respondo.
Annie y yo nos sentamos juntas a la derecha de la anciana y Elida regresa al cabo de un momento con cuatro boles en una bandeja. Coloca uno delante de cada una de nosotras y toma asiento a la izquierda de su abuela.
—Sopa de patatas y col —dice Elida, se?alando los boles con la cabeza. Coge la cuchara y le gui?a un ojo a Annie—. No te preocupes. Es más exquisita de lo que parece. Viví en Albania hasta los veinticinco a?os y este era mi plato preferido cuando tenía tu edad.
Annie sonríe y toma un sorbo de sopa y yo hago lo mismo. Elida tiene razón: es deliciosa. No sabría decir qué especias lleva, pero resulta sabrosa y natural.
—Está muy buena —dice Annie.
—Me encanta —digo—. Tendrá que darme la receta.
—Con todo gusto —dice Elida.
Su abuela dice algo en voz baja en albanés y Elida asiente con la cabeza.
—Mi abuela querría que le contara cómo se salvó su abuela, por favor —nos traduce Elida.
La anciana asiente con la cabeza y me mira esperanzada. Le dice algo más a Elida, que vuelve a traducirlo para nosotras.
—Mi abuela dice que espera no ser grosera por pedírselo.
—En absoluto —murmuro, aunque todavía no tengo claro qué hemos venido a hacer aquí.
Durante los veinte minutos siguientes, Annie y yo les explicamos lo que hemos averiguado hace poco acerca del pasado de mi abuela y de cómo huyó de París. Mientras Elida le va traduciendo lo que decimos al albanés, su abuela presta atención, nos mira de hito en hito y asiente con la cabeza. Se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas y, en un momento dado, interrumpe a Elida en voz alta y dice varias frases en albanés.
—Me pide que le diga que la historia de su abuela es como un regalo para ella —dice Elida— y que está muy contenta de que hayan venido a nuestra casa. Dice que conviene que a las personas jóvenes, como usted y su hija, se les recuerde el concepto de unicidad.
—?Unicidad? —pregunta Annie.
Elida se vuelve hacia mi hija y asiente.
—Nosotras somos musulmanas, Annie, pero, para nosotras, tú eres hermana nuestra, aunque seas cristiana y vengas de antepasados judíos. Yo me casé con un cristiano que viene de familia judía porque lo amo. El amor puede ir más allá de la religión. ?Lo sabías? En el mundo actual hay demasiada división, pero ?acaso Dios no nos ha hecho a todos?
Annie asiente con la cabeza y me mira. Sé que no está segura de cómo tiene que responder.
—Sí, supongo que sí —dice por fin.
—Por eso me puse a trabajar en la Asociación Abrahámica —explica Elida—: para tratar de promover el entendimiento entre religiones. En los a?os transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial, da la impresión de que buena parte de la fraternidad que existía en otro tiempo hubiese desaparecido.
—Pero ?qué tiene eso que ver con nosotras? —digo con suavidad.
La abuela de Elida dice algo y ella asiente y se vuelve hacia mí.
—Su llamada pidiendo ayuda me llegó a mí —dice— y, en nuestra cultura, eso quiere decir que ahora tengo la obligación de ayudarla. Es un código de honor llamado Besa.
—?Besa? —repito.