Elida asiente.
—Es un concepto albanés que deriva del Corán. Significa que, si alguien acude a nosotros por una necesidad, no podemos rechazarlo. Por la Besa, mi abuela y yo las hemos invitado esta noche. Por la Besa, mi abuela, sus amigos y vecinos salvaron a muchos judíos, arriesgando su propia vida. Y es probable que también por la Besa se salvara su abuela, aunque los musulmanes de París no le diesen el mismo nombre que nosotros en Albania. Ahora mi abuela querría contarle su historia.
La anciana nos sonríe en silencio, mientras Elida se pone de pie para retirar los platos de sopa. Annie se ofrece a ayudar y, un instante después, las dos regresan con platos llenos de pescado y verduras.
—Esto es trucha asada al horno con aceite de oliva y ajo —explica Elida, cuando Annie y ella toman asiento—. Es un plato común en Albania. También hay puerros asados y ensalada de patata albanesa. Mi abuela y yo hemos querido que probaran la comida de nuestra tierra.
—Gracias —decimos Annie y yo al mismo tiempo.
—Ju lutem —dice la abuela de Elida y a?ade, en inglés—: de nada.
Elida sonríe.
—Sabe algunas palabras en inglés. —Hace una pausa mientras su abuela dice algo más—. Y ahora quiere hablarles de los judíos que refugió en nuestra ciudad natal: Kruj?.
La abuela de Elida empieza a contarnos, mientras Elida traduce, que ella acababa de casarse cuando empezó la guerra y que su marido era un hombre famoso y muy querido en su pueblo, donde todo el mundo se conocía.
—En 1939, los italianos ocuparon nuestro país y después, en septiembre de 1943, llegaron los alemanes. —Elida va traduciendo lo que dice su abuela—. Enseguida resultó evidente que buscaban a los judíos que vivían entre los albaneses, dice mi abuela. Es que Albania se había convertido en una especie de refugio para los judíos que habían huido de Macedonia y de Kosovo y de lugares tan remotos como Alemania y Polonia.
?En 1943, varias familias judías acudieron a nuestra peque?a ciudad, Kruj?, en busca de refugio —prosigue Elida, mientras su abuela le va contando la historia en su lengua materna—. Mi abuelo fue uno de los ciudadanos que se mostró dispuesto a alojar refugiados. La familia que fue a vivir con ellos, dice mi abuela, se apellidaba Berenstein y procedía de Mati, en Alemania. Ella todavía los recuerda.
Elida hace una pausa y entonces la abuela dice en inglés, lentamente y con mucho cuidado:
—Ezra Berenstein, el padre. Bracha Berenstein, la madre. Dos hijas: Sandra Berenstein y Ayala Berenstein.
Elida asiente con la cabeza.
—Pues sí, los Berenstein. Las hijas eran muy peque?as: apenas cuatro y seis a?os. La familia había huido al comenzar la guerra y poco a poco se habían ido desplazando hacia el sur, escondiéndose.
La abuela de Elida sigue hablando y ella reanuda la traducción.
?Mi abuela dice que ella y su marido eran pobres y que, a causa de la guerra, las provisiones eran bastante escasas, pero acogieron a los Berenstein en su casa. Toda la ciudad lo sabía, pero, cuando llegaron los alemanes, nadie los traicionó. En una ocasión, los alemanes fueron a su casa y el se?or y la se?ora Berenstein se escondieron en el ático, mientras mi abuela y mi abuelo simulaban que Sandra y Ayala eran hijas suyas, ni?as musulmanas. A partir de entonces, vistieron a todos los Berenstein como si fueran campesinos y mi abuelo se fue con ellos y los ayudó a trasladarse a un pueblo peque?o en las monta?as cercanas. Al cabo de un tiempo, mi abuela los siguió. Vivieron allí con los Berenstein, ayudando a protegerlos, hasta 1944, cuando los Berenstein siguieron su camino hacia el sur, en dirección a Grecia.
Me doy cuenta de que, a medida que escucho la historia, los ojos se me llenan de lágrimas. Echo un vistazo a Annie y me doy cuenta de que parece igual de conmovida.
—?Y qué fue de los Berenstein? —pregunto—. ?Consiguieron ponerse a salvo?
—Durante mucho tiempo, mi abuela no lo supo —dice Elida—. Ella y mi abuelo rezaban por ellos todos los días. Cuando los alemanes fueron derrotados en Albania, a finales de 1944, el país cayó en manos de los comunistas y los albaneses no podían comunicarse con el exterior. En 1952, mis abuelos recibieron una carta de los Berenstein: los cuatro estaban vivos y residían en Israel; agradecían a mis abuelos lo que habían hecho, extender la Besa, y Ezra Berenstein escribió que había jurado corresponder a mis abuelos, si ellos alguna vez necesitaban ayuda. A mis abuelos no les permitieron responder y temían que los Berenstein pensaran que habían muerto o, peor aún, que los habían olvidado.