Stardust - Polvo de estrellas

Alargó la mano para recoger al animal. Entonces algo le golpeó y le dejó aturdido: aunque había estado inmóvil, sintió como si se hubiese golpeado en plena carrera contra una pared invisible. Se tambaleó, y a punto estuvo de caer.

 

—?Ladrón! —gritó una voz vieja y bronca—. ?Convertiré tus huesos en hielo y te asaré ante un buen fuego! ?Te arrancaré los ojos y ataré uno a un arenque y otro a una gaviota, para que la visión simultánea del cielo y el mar te conduzca a la locura! ?Convertiré tu lengua en un gusano retorcido y tus dedos se transformarán en navajas, y unas hormigas ardientes te escocerán bajo la piel, y siempre que intentes rascarte…!

 

—No hace falta que elabore más la cuestión —le soltó Tristran a la anciana—. Yo no le he robado su pájaro Tenía la cadena enredada en una raíz, y acabo de liberarlo.

 

La mujer lo contempló desconfiadamente bajo su cabellera de color gris hierro. Entonces se adelantó con ligereza y recogió al pájaro. Lo levantó, y le susurró algo, y el ave replicó con un extra?o y musical grito. Los ojos de la anciana se encogieron.

 

—Bueno, quizá lo que dices no sea del todo una sarta de mentiras —reconoció, de muy mala gana.

 

—No es ninguna sarta de mentiras —dijo Tristran, pero la anciana y su pájaro ya habían recorrido la mitad del claro, así que él recogió sus setas y sus ciruelas, y regresó donde había dejado a Yvaine.

 

Estaba sentada junto al camino, dándose un masaje en los pies. La cadera le hacía da?o, y también la pierna, y sus pies cada vez estaban más sensibles. Algunas noches, Tristran oía cómo sollozaba calladamente. Esperaba que la luna les enviase otro unicornio, pero sabía que no lo haría.

 

—Vaya —dijo Tristran a Yvaine—, qué cosa más rara.

 

Le contó los acontecimientos de la ma?ana, y pensó que allí terminaría el asunto.

 

Se equivocaba, claro está. Varias horas después, Tristran y la estrella caminaban por el sendero del bosque cuando les adelantó una caravana pintada alegremente, tirada por un par de mulas grises y conducida por la anciana que le había amenazado con convertir sus huesos en hielo. Frenó las mulas y se?aló a Tristran con un dedo torcido y seco.

 

—Ven aquí, chico —dijo.

 

él se acercó con cautela.

 

—?Sí, se?ora?

 

—Parece que te debo disculpas —dijo—. Parece que dijiste la verdad. Me precipité en mis conclusiones.

 

—Sí —afirmó Tristran.

 

—Deja que te mire —dijo la anciana, que bajó al camino. Su frío dedo tocó el hoyuelo de la barbilla de Tristran y le obligó a levantar la cabeza. Los ojos de color avellana del joven contemplaron los ojos verdes y viejos de la anciana—. Pareces bastante honesto —continuó—. Puedes llamarme madame Semele. Me dirijo hacia Muro, para el mercado. Se me ha ocurrido que me convendría un muchacho para trabajar en mi peque?o tenderete de flores… vendo flores de cristal, ?sabes?, las cosas más bonitas que habrás visto en tu vida. Serías un buen vendedor, y podríamos ponerte un guante en esa mano, para que no asustaras a los clientes. ?Qué me dices?

 

Tristran meditó, y dijo:

 

—Disculpe. —Y fue a discutir con Yvaine.

 

Juntos, volvieron ante la anciana.

 

—Buenas tardes —dijo la estrella—. Hemos discutido su oferta, y hemos pensado que…

 

—?Y bien? —preguntó madame Semele, con los ojos fijos sobre Tristran—. ?No te quedes ahí plantado como un pasmarote! ?Habla! ?Habla! ?Habla!

 

—No tengo ningún deseo de trabajar para usted en el mercado —dijo Tristran—, porque tendré que ocuparme de mis propios asuntos, una vez allí. Sin embargo, si pudiéramos viajar con usted, mi compa?era y yo estamos dispuestos a pagar por nuestro pasaje.

 

Madame Semele sacudió la cabeza.

 

—Eso no me sirve de nada. Puedo recoger yo misma la le?a, y sólo representarías más peso del que tirar para Descreída y Desesperanzada. No llevo pasajeros.

 

Volvió a subir al asiento del conductor.

 

—Pero… —dijo Tristran—. Pienso pagarle.

 

La vieja rio, burlona.

 

—No hay nada que tú puedas poseer que yo aceptase como pago. Si no quieres trabajar para mí en el mercado de Muro, ya puedes desaparecer.

 

Tristran se llevó la mano al ojal de su jubón y allí la notó, tan fría y perfecta como había sido durante todos sus viajes. Se la arrancó y la mostró a la anciana, sujeta entre índice y pulgar.

 

—Usted vende flores de cristal, según dice. ?Acaso le interesaría ésta?

 

Era una campanilla de cristal verde y blanco, inteligentemente moldeada; parecía haber sido arrancada de entre la hierba del prado aquella misma ma?ana, con el rocío adornándola aún. La mujer la examinó durante un latido de su corazón, observó las hojas verdes y los apretados pétalos blancos, y entonces soltó un chillido: hubiese podido ser el grito angustiado de un ave de presa desolada.

 

—?De dónde has sacado eso? —gritó—. ?Dámelo! ?Dámelo inmediatamente!

 

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