Stardust - Polvo de estrellas

—?Dónde está? —preguntó la primera cara, malhumorada—. ?Qué has hecho con ella?

 

—?Mírate! —exclamó la segunda de las Lilim—. Tomaste la última juventud que habíamos guardado… yo misma la arranqué del pecho de la estrella, hace mucho, mucho tiempo, aunque gritaba y se retorcía y no callaba nunca. Por tu aspecto, ya debes de haber malgastado la mayor parte de esa juventud.

 

—He estado muy cerca —dijo la bruja a sus hermanas en la charca—. Pero tenía un unicornio que la protegía. Ahora he cortado la cabeza del unicornio, y la llevaré conmigo, porque hace mucho que no usamos cuerno fresco molido de unicornio en nuestras artes.

 

—Maldito sea el cuerno del unicornio —dijo su hermana menor—. ?Y la estrella?

 

—No la encuentro. Es como si ya no estuviera en el País de las Hadas.

 

Hubo una pausa.

 

—No —dijo una de las hermanas—. Sigue en el País de las Hadas. Pero va al mercado de Muro, y eso está demasiado cerca del mundo al otro lado. En cuanto pise ese mundo, la habremos perdido.

 

Ellas sabían que, si la estrella cruzaba el muro y entraba en el mundo de las cosas como son, se convertiría instantáneamente en nada más que un pedazo irregular de roca metálica que cayó, una vez, de los cielos: frío, muerto y sin utilidad alguna.

 

—Entonces iré a la zanja e Diggory y esperaré allí, porque todos los que se dirigen a Muro deben pasar por la zanja de Diggory.

 

El reflejo de las dos ancianas le lanzó una mirada desaprobadora desde la charca. La bruja reina repasó sus dientes con la lengua (?este de arriba se me caerá antes del anochecer —pensó—, en vista de cómo se mueve?) y entonces escupió en la charca sangrienta.

 

Las ondas se extendieron por ella y borraron todo rastro de las Lilim; ahora la charca sólo reflejaba el cielo sobre los Yermos y las delgadas nubes blancas que corrían sobre ellos.

 

Dio una patada al cadáver sin cabeza del unicornio para que cayese de costado; recogió la cabeza y la subió al asiento del cochero. La colocó a su lado, tomó las riendas e hizo que los caballos empezaran a trotar cansinamente.

 

Tristran se sentó en la cumbre de la nube, que parecía una torre, y se preguntó por qué ninguno de los héroes de los folletines que antes leía tan ávidamente nunca tenía hambre. Su estómago retumbaba y la mano le dolía mucho. ?Las aventuras están muy bien en el lugar que les corresponde —pensó—, pero mucho puede decirse a favor de comer regularmente y no sufrir dolor?. Pero estaba vivo, y el viento le mesaba los cabellos, y la nube cruzaba los cielos como un galeón a toda vela, y al contemplar el mundo desde ahí arriba supo que no podía recordar haberse sentido nunca tan vivo como se sentía en esos momentos. El cielo tenía una cualidad tan celestial y el mundo parecía tan de ahora mismo, que jamás había visto, o no se había fijado, en nada igual. Comprendió que estaba, en realidad, por encima de sus problemas, igual que estaba por encima del mundo. El dolor de su mano se hallaba muy lejos. Pensó en sus acciones y sus aventuras, y en el viaje que le aguardaba, y de pronto le pareció que todas aquellas cosas eran de hecho muy peque?as y muy sencillas. Se levantó sobre la nube y gritó ??Holaaaa!? varias veces, tan fuerte como pudo. Incluso sacudió su túnica por encima de la cabeza, sintiéndose un poco insensato al hacerlo. Después bajó de la torre de nube y a unos doce palmos de la base dio un paso en falso y cayó sobre la neblinosa suavidad de la superficie de algodón.

 

—?Por qué gritabas? —preguntó Yvaine.

 

—Para que la gente sepa que estamos aquí —le dijo Tristran.

 

—??Qué gente?!

 

—Nunca se sabe —le respondió—. Más vale gritar a gente que no esté ahí, que permitir que si hay alguien se nos pase por alto por no haber gritado.

 

Ella no replicó a este argumento.

 

—He estado pensando —dijo él—. Y he pensado esto: después de hacer lo que yo necesito, volver contigo a Muro y entregarte a Victoria Forester…, quizá podríamos hacer lo que tú necesitas.

 

—?Lo que yo necesito?

 

—Bueno, debes de querer volver, ?verdad? Al cielo. A brillar otra vez de noche. Seguro que podemos solucionarlo.

 

Ella levantó la vista para mirarle y sacudió la cabeza.

 

—Eso no puede ser —explicó—. Las estrellas caen. No vuelven a subir.

 

—Podrías ser la primera —le dijo él—. Debes creer en ello. Si no, no ocurrirá nunca.

 

—Es que no ocurrirá nunca —dijo ella—. Y tus gritos tampoco atraerán la atención de nadie aquí arriba, porque no hay nadie. No importa si yo creo en ello o no. Las cosas son así. ?Cómo tienes la mano?

 

él se encogió de hombros.

 

—Me duele —dijo—. ?Cómo tienes la pierna?

 

—Me duele —dijo ella—. Pero no tanto como antes.

 

—?Eeeeh! —gritó una voz bastante por encima de ellos—. ?Eeeh, los de abajo! ?Alguien necesita ayuda?

 

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