—Sí —dijo la estrella—. Vaya broma, ?verdad? A donde tú vayas, yo debo ir, aunque muera en el intento. —Movió con la mano la superficie de la nube, y la niebla formó espirales. Entonces, por un momento, tocó con su mano la de Tristran—. Mis hermanas me llamaban Yvaine —le dijo—. Porque era una estrella vespertina.
—Hay que ver —dijo él—, vaya pareja. Tú con la pierna rota y yo con la mano.
—Ensé?ame la mano.
Tristran la sacó del fresco interior de la nube: tenía la mano roja, y le estaban saliendo ampollas en la palma y el dorso, donde las llamas le habían lamido.
—?Te duele? —preguntó ella.
—Sí —dijo él—. Mucho, la verdad.
—Mejor —dijo Yvaine.
—Si no me hubiese quemado la mano, ahora seguramente estarías muerta —se?aló él. Ella tuvo la consideración de bajar la vista, avergonzada—. ?Sabes qué? —a?adió, cambiando de tema—, me dejé la bolsa en la posada de esa loca. Ahora no tenemos nada, excepto la ropa con la que andamos.
—Con la que nos sentamos —dijo la estrella.
—No tenemos agua, ni comida, estamos más o menos a media milla por encima del mundo, sin manera posible de bajar, y sin ningún control sobre la dirección que lleva la nube. Y los dos estamos heridos. ?Me he dejado algo?
—Has olvidado que las nubes se disuelven y desaparecen en la nada —dijo Yvaine—. Lo hacen. Yo lo he visto. No podría sobrevivir a otra caída.
Tristran se encogió de hombros.
—Bueno —dijo—. Seguramente estamos condenados. Pero no cuesta nada echar un vistazo, ya que estamos aquí arriba.
Ayudó a Yvaine a levantarse con dificultad, y ambos dieron unos cuantos pasos vacilantes por la nube. Entonces Yvaine volvió a sentarse.
—Esto es inútil —le dijo—. Ve tú a echar un vistazo. Te esperaré aquí.
—?Me lo prometes? —preguntó él—. ?No huirás, esta vez?
—Lo juro. Por mi madre la luna, lo juro —respondió Yvaine con tristeza—. Me has salvado la vida.
Y con eso tuvo que contentarse Tristran.
Su pelo era prácticamente gris y su piel ya no era tersa, tenía arrugas en la garganta, en los ojos y en las comisuras de la boca. Su cara no tenía color, aunque su vestido era una vívida y sangrienta mancha escarlata, estaba desgarrado de un hombro, y bajo el desgarro podía verse, arrugada y obscena, una profunda cicatriz. El viento azotaba sus cabellos contra su cara mientras conducía un carruaje negro a través de los Yermos. Los caballos tropezaban a menudo: el sudor manaba de los flancos de los animales y una espuma sanguinolenta goteaba de sus labios. Aun así, sus cascos martilleaban el camino embarrado que atravesaba los Yermos, donde nada crece.
La bruja reina, la más vieja de la Lilim, detuvo los caballos junto a un pináculo de roca de color verde gris, que sobresalía del terreno pantanoso de los Yermos como una aguja. Entonces, tan lentamente como podía esperarse de una dama que ya había pasado su primera, e incluso su segunda juventud, bajó del asiento del cochero y pisó la tierra húmeda. Dio la vuelta al carruaje y abrió la puerta. La cabeza del unicornio muerto, con su daga aún clavada en la órbita fría, se movió como un péndulo. La bruja subió al vehículo y abrió la boca del unicornio. El rígor mortis empezaba a imponerse y la mandíbula se abrió con dificultad. La bruja se mordió fuertemente la lengua, lo bastante fuerte como para que el dolor supiera a metal en su boca, mordió hasta que pudo saborear la sangre. Dejó que se mezclara con su saliva (se dio cuenta de que varios de sus dientes empezaban a notarse flojos) y después escupió sobre la lengua descolorida del unicornio muerto. La sangre manchó sus labios y su barbilla. Gru?ó diversas sílabas que no reproduciremos aquí y volvió a cerrar la boca del animal.
—Sal del carruaje —le dijo a la bestia muerta.
Rápidamente, con torpeza, el unicornio levantó la testuz.
Entonces movió las patas, como un potro o un cervatillo acabado de nacer que aprendiese a caminar, se irguió sobre las cuatro patas, tembloroso, y salió del carruaje, medio bajando y medio cayendo sobre el fango, donde se puso otra vez en pie. Su costado izquierdo, sobre el cual había estado echado en el carruaje, estaba hinchado y oscuro por la sangre y los fluidos. Casi ciego, el unicornio muerto se tambaleó hasta la base de la aguja verde de roca, hasta que llegó a una depresión entre las piedras, donde dobló las patas delanteras y se arrodilló en una horrible parodia de plegaria.
La bruja reina alargó la mano y sacó el cuchillo del ojo de la bestia. Le cortó la garganta. La sangre empezó, demasiado lentamente, a brotar del tajo que había practicado. Volvió al carruaje y regresó con el cuchillo más ancho. Empezó a seccionar el cuello del unicornio, hasta separarlo del cuerpo, y la cabeza cortada cayó en el hoyo de roca, donde ahora se había formado una charca carmesí de sangre espesa. La bruja levantó la cabeza del unicornio cogiéndola por el cuerno y la colocó junto al cuerpo, sobre la roca. Entonces contempló con sus ojos grises y duros el charco rojo que había formado.
Dos caras la observaban desde el interior de la charca: dos mujeres, mucho más viejas en apariencia que ella.