Había buena gente en este mundo sombrío, decidió la estrella, reconfortada y satisfecha. Afuera, la lluvia y el viento aullaban sobre el puerto de monta?a, pero en la Posada del Carro todo era cálido y confortable.
La mujer del posadero y su inexpresiva hija ayudaron a la estrella a salir de la ba?era. El fuego arrancó destellos al topacio montado en plata que la estrella llevaba colgado de una cadena alrededor de la cintura, hasta que el topacio, y el cuerpo de la estrella, desaparecieron bajo la gruesa bata.
—Y ahora, cari?o —dijo la mujer del posadero—, ven aquí y ponte bien cómoda.
Ayudó a la estrella a llegar hasta una larga mesa de madera, donde en un extremo reposaban dos cuchillos, uno ancho y otro largo, ambos con empu?adura de hueso y hoja de cristal oscuro. Cojeando y apoyándose sobre la mujer, la estrella llegó hasta la mesa y se sentó en el banco que había junto a ella.
Afuera el viento sopló en terribles ráfagas, y el fuego se encendió con los colores verdes y azul y blanco.
—?Servicio! —atronó una voz ante la posada, por encima del aullido de los elementos—. ?Comida! ?Vino! ?Fuego! ?Dónde está el mozo?
Billy el posadero y su hija no se movieron, pero miraron a la mujer del vestido rojo. Ella frunció los labios. Y entonces dijo:
—Puede esperar un poco. Después de todo, no vas a ir a ninguna parte, ?verdad, cari?o? —Le dijo a la estrella—. No con la pierna en este estado, y no hasta que amaine la lluvia, ?verdad?
—Agradezco tu hospitalidad más de lo que puedo decir —dijo la estrella con sencillez y sinceridad.
—Claro que sí —repuso la mujer del vestido rojo, y sus dedos inquietos rozaron los cuchillos, impacientes, como si hubiera algo que desease hacer con toda tu alma—. Habrá mucho tiempo cuando estos pesados se hayan ido, ?eh?
La luz de la taberna era la visión más feliz que había tenido Tristran en todo su viaje por el País de las Hadas. Mientras Primus gritaba para reclamar ayuda, Tristran desenganchó los caballos agotados y condujo a cada uno de los animales hacia los establos junto a la posada. Había un caballo blanco dormido en la cuadra más apartada, pero Tristran estaba demasiado ocupado como para detenerse a contemplarlo.
Notaba, en aquel lugar extra?o de su interior donde sabía orientarse y sabía a qué distancia estaban cosas que jamás había visto y los lugares donde jamás había estado, que la estrella se hallaba muy cerca, y eso le reconfortaba, y, a la vez, le ponía nervioso. Sabía que los caballos estaban aún más agotados y más hambrientos que él. Su cena —y por lo tanto, sospechaba, su enfrentamiento con la estrella— podía esperar.
—Yo cuidaré de los caballos —dijo a Primus—. Si no, pueden enfriarse.
El hombre alto depositó una enorme mano sobre el hombro de Tristran.
—Eres un buen chico. Te enviaré un camarero con un poco de vino caliente.
Tristran pensó en la estrella mientras cepillaba a los caballos y les limpiaba los cascos. ?Qué le diría? ?Qué diría ella? Terminaba con el último de los caballos cuando la inexpresiva camarera se le acercó con una jarra de vino humeante.
—Déjala ahí encima —le dijo—. Me la beberé gustoso en cuanto tenga las manos libres.
La chica dejó la jarra sobre una caja de clavos y se fue sin decir nada. El caballo de la cuadra más apartada se levantó y empezó a dar coces contra su puerta.
—Tranquilo, chico —dijo Tristran—, tranquilízate y veré si puedo encontrar avena y salvado secos para todos vosotros.
Había una gran piedra metida en el casco delantero del corcel negro y Tristran se la quitó con sumo cuidado. ?Se?ora —había decidido que le diría—, por favor, aceptad mis más sentidas y humildes disculpas?. ?Se?or —diría la estrella a su vez—, lo haré con todo mi corazón. Ahora, vayamos a vuestro pueblo, donde me presentaréis a vuestro amor verdadero, como prueba de vuestra devoción por ella…?.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por un enorme estrépito, cuando un gran caballo blanco —aunque, como estrépito, cuando un gran caballo blanco— derribó la puerta de su cuadra y se abalanzó desesperado contra él, apuntándole con el cuerno. Tristran se lanzó sobre el suelo de paja del establo, protegiéndose la cabeza con los brazos. Pasaron unos momentos. Levantó la vista. El unicornio se había detenido ante la jarra, con el cuerno metido dentro del vino caliente y especiado.
Tristran se levantó torpemente. El vino humeaba y burbujeaba, y entonces le vino a la mente, procedente de algún olvidado cuento de hadas o una leyenda infantil, que el cuerno de un unicornio era capaz de detectar el…
—?Veneno? —susurró.
El unicornio levantó la cabeza y miró a Tristran a los ojos, y Tristran supo que ?decía? la verdad. El corazón le latía desbocado en el pecho. Alrededor de la posada, el viento chillaba como una bruja enloquecida.