Septimus se levantó. El sol empezó a asomar y le ba?ó de luz.
—Así que yo seré el octogésimo segundo se?or de Stormhold —le dijo al cuerpo echado en el suelo y para sí mismo—, además de amo de los Altos Precipicios, senescal de las Ciudades Torre, custodio de la Ciudadela, alto se?or guardián del Monte Huon y el resto de posesiones.
—No lo serás sin el Poder de Stormhold colgado del cuello, hermano mío —dijo Quintus, secamente.
—Y después está la cuestión de la venganza —dijo Secundus, con la voz del viento aullando sobre el puerto de monta?a—. Antes que nada, debes vengarte del asesino de tu hermano. Es ley de sangre.
Como si les oyera, Septimus sacudió la cabeza.
—?No podías haber esperado unos cuantos días más, hermano Primus? —preguntó al cadáver a sus pies—. Te habría matado yo mismo. Tenía bien planeada tu muerte. Cuando descubrí que ya no estabas a bordo del Corazón de un Sue?o me llevó poco tiempo robar un bote y seguir tu rastro. Y ahora debo vengar tus tristes despojos, por el honor de nuestra sangre y de Stormhold.
—Así que Septimus será el octogésimo segundo se?or de Stormhold —dijo Tertius.
—Hay un proverbio referido principalmente a la poca sensatez que representa cuantificar los beneficios antes de llevar los huevos al mercado —se?aló Quintus.
Septimus se alejó del cuerpo para mear sobre unos cantos rodados y luego regresó donde se hallaba el cadáver de Primus.
—Si te hubiese matado yo, podría dejar que te pudrieras aquí —dijo Septimus—. Pero ya que el placer ha sido de otro, te llevaré conmigo un trecho y te dejaré en lo alto de un despe?adero, para que te coman las águilas. —Dicho esto, resoplando por el esfuerzo, recogió el cuerpo pegajoso y lo echó sobre la grupa del poni. Desató la bolsa de runas del cinturón del cadáver—. Gracias por esto, hermano —dijo, y dio unas palmadas en la espalda al cadáver.
—Así se te atraganten, si no te vengas de la perra que me cortó el gaznate —dijo Primus, con la voz de los pájaros de monta?a que se despiertan y saludan al nuevo día.
Estaban sentados el uno al lado del otro sobre un cúmulo espeso y blanco del tama?o de un pueblecito. La nube era muy blanda y algo fría. Se hacía más fría cuanto más profundamente se hundía uno, y Tristran metió su mano quemada tan hondo como pudo: la textura de la nube se le resistió ligeramente, pero aceptó la intrusión. El interior era esponjoso y helado al tacto, real e insustancial a la vez. La nube calmó un poco el dolor de su mano y eso le permitió pensar más claramente.
—Bueno —dijo, después de un tiempo—, me temo que he vuelto a meter la pata.
La estrella estaba sentada junto a la nube, junto a él, vestida con la bata que le había prestado la mujer de la posada, con la pierna rota apoyada sobre la espesa niebla que tenía enfrente.
—Me salvaste la vida —dijo al fin—. ?No es verdad?
—Sí, supongo que sí.
—Te odio —dijo—. Ya te odiaba por todo, pero ahora te odio más que nunca.
Tristran flexionó su mano quemada en el bendito frío interior de la nube. Se sentía cansado y un poco mareado.
—?Por alguna razón en particular?
—Porque —dijo ella, con la voz tensa— ahora que me has salvado la vida, según la ley de mi pueblo, tú eres responsable de mí y yo de ti. A donde tú vayas, yo también debo ir.
—Oh —dijo él—. Eso no es tan malo, ?verdad?
—Preferiría pasar mis días encadenada a un vil lobo o a un apestoso cerdo o a un duende de los pantanos —le contestó ella, secamente.
—De verdad, no soy tan malo —le dijo él—, no cuando se llega a conocerme un poco. Mira, lamento haberte encadenado. Quizá podríamos empezar de nuevo, fingir que eso no ha ocurrido nunca. Verás, me llamo Tristran Thorn, encantado de conocerte. —Extendió su mano ilesa hacia ella.
—?Que la Madre Luna me defienda! —exclamó la estrella—. Antes le daría la mano a un…
—Estoy seguro de ello —dijo Tristran, sin esperar a descubrir con qué iba a compararle desfavorablemente esta vez—. Ya he dicho que lo siento —exclamó—. Empecemos de nuevo. Soy Tristran Thorn. Encantado de conocerte.
Ella suspiró.
El aire era tenue y frío tan por encima del suelo, pero el sol era cálido y las formas de las nubes le recordaban a Tristran una cuidad fantástica o un pueblo no terrenal. Muy, muy abajo, podía ver el mundo real: el sol destacaba cada peque?o árbol, convertía cada río serpenteante en el fino rastro plateado dejado por un caracol, que brillaba ondulante por el paisaje del País de las Hadas.
—?Y bien? —dijo Tristran.