Bajo un resplandor dorado a la luz del sol había un peque?o barco, con las velas hinchadas, y un rostro bermellón adornado con un mostacho les contemplaba asomado a la borda.
—?Eras tú, joven amigo mío, el que saltaba y brincaba hace un momento?
—Lo soy —admitió Tristran—. Y creo que necesitamos ayuda, sí.
—Muy bien —dijo el hombre—. Prepárate para agarrar la escala, entonces.
—Me temo que mi amiga tiene una pierna rota —gritó—, y yo tengo una mano herida. Creo que ninguno de los dos podrá subir por una escala.
—Ningún problema. Os podemos subir.
El hombre lanzó por la borda del barco una larga escala de cuerda. Tristran la agarró con la mano buena, y la sostuvo mientras Yvaine se aferraba a ella; el hombre hizo lo mismo. Su cara desapareció tras la borda del barco mientras Tristran e Yvaine colgaban incómodamente del extremo de la escala de cuerda. El viento hinchó las velas del barco celestial, la escala se separó de la nube y Tristran e Yvaine empezaron a dar vueltas, lentamente, en el aire.
—?Ahora, tirad! —gritaron diversas voces al unísono, y Tristran notó cómo subían varios metros—. ?Tirad! ?Tirad! ?Tirad! —A cada grito subían un poco más alto.
Ya no tenían debajo de ellos la nube sobre la que habían estado sentados; ahora tenían una caída de lo que Tristran suponía que debía ser casi media legua. Se sujetó fuertemente a la cuerda, enganchándose a la escala con el brazo de su mano quemada. Otro tirón hacia arriba e Yvaine quedó al nivel de las amuras del barco. Alguien la levantó con cuidado y la dejó sobre cubierta. Tristran superó la parte de la amura por sí solo, y cayó sobre la cubierta de roble.
El hombre del rostro bermellón alargó una mano.
—Bienvenidos a bordo —dijo—. éste es el navío franco Perdita, en misión de caza de relámpagos. Capitán Johannes Alberic, a vuestro servicio. —Tosió atronadoramente. Y entonces, antes de que Tristran pudiese replicar, el capitán vio su mano izquierda y gritó—: ?Meggot! ?Meggot! Maldición, ?dónde estás? Pasajeros necesitados de atención. Venga, chico, Meggot cuidará de esa mano. Comemos a las seis campanadas. Te sentarás a mi mesa.
Enseguida una mujer de apariencia nerviosa con una explosiva cabellera color zanahoria —Meggot— le escoltó bajo cubierta y le aplicó un ungüento espeso y verde en la mano, que se la refrescó y le calmó el dolor. Y entonces lo llevó hacia el comedor, una peque?a sala junto a la cocina (Tristran estuvo encantado de descubrir que la tripulación la llamaba ?el fogón?, igual que en las historias marítimas que había leído). Tristran comió, ciertamente, en la mesa del capitán, aunque de hecho, no había ninguna otra mesa en el comedor. Además del capitán y de Meggot, la tripulación constaba de otros cinco miembros, un grupo dispar que parecía conformarse con dejar que el capitán Alberic hablase por todos, cosa que hizo, con su jarra de cerveza en una mano y la otra ocupada alternativamente en sostener su pipa y en llevar comida a su boca. La comida era un espeso guiso de vegetales, alubias y cebada, que llenó a Tristran y le dejó satisfecho. Para beber, tenían el agua más clara y fría que Tristran había bebido nunca.
El capitán no les hizo preguntas sobre cómo habían acabado colgados de una nube, y ellos no dieron ninguna explicación. Tristran compartió camarote con Rareza, el primer oficial, un caballero callado de largas patillas que tartamudeaba terriblemente, mientras que Yvaine ocupó el camastro del camarote de Meggot, que durmió en una hamaca.
Durante el resto de su viaje por el País de las Hadas, Tristran recordaría a menudo el tiempo que había pasado a bordo del Perdita como uno de los períodos más felices de su vida. Lo dejaron ayudar con las velas, e incluso la dejaron tomar el timón, de vez en cuando. A veces el barco navegaba sobre oscuras nubes de tormenta, grandes como monta?as, y entonces pescaban rayos con un peque?o cofre de cobre. La lluvia y el viento azotaban la cubierta del barco, y Tristran reía encantado, mientras la lluvia le mojaba la cara, y se agarraba con la mano buena a la cuerda que hacía las veces de barandilla, para que la tormenta no le echara por la borda.
Meggot, que era un poco más alta y un poco más delgada que Yvaine, le dejó varios vestidos que la estrella vistió con alivio, encantada de poder llevar uno distinto cada día. A menudo se encaramaba al mascarón de proa, a pesar de su pierna rota, y allí sentada contemplaba la tierra bajo sus pies.
—?Cómo va esa mano? —preguntó el capitán.
—Mucho mejor, gracias —dijo Tristran.
Tenía la piel brillante y muy tensa, y sentía poco el tacto en los dedos, pero la salvia de Meggot le había aliviado casi todo el dolor y había acelerado inmensamente el proceso de curación. Estaba sentado en cubierta, con las piernas colgando por la borda, mirando afuera.
—Echaremos el ancla dentro de una semana, para reponer provisiones y recoger un peque?o cargamento —dijo el capitán—. Lo mejor sería que os dejáramos allí.