Viajaban hacia el oeste, en dirección al ocaso, por un camino ancho y polvoriento. Dormían junto a los setos. Tristran comía frutas y nueces de los arbustos y los árboles, y bebía de los arroyos claros. Encontraron a poca gente por el camino. Cuando podían, se detenían en peque?as granjas, donde Tristran trabajaba toda la tarde a cambio de comida y un poco de paja en el granero para dormir. A veces se detenían en los pueblos y ciudades que encontraban por el camino para lavarse y comer —en el caso de la estrella, fingir que comía— y alojarse en alguna posada (cuando se lo podían permitir).
En el pueblo de Simcock Sotomonte, Tristran e Yvaine tuvieron un encuentro con un grupo de duendes de leva que podría haber terminado desgraciadamente, con Tristran pasando el resto de sus días luchando en las interminables guerras en tierra de duendes, de no haber sido por la mente ágil y la lengua afilada de Yvaine. En el bosque de Berinhed, Tristran se enfrentó con éxito a una de las grandes águilas leonadas que se los hubiera llevado a ambos hasta su nido, para alimentar a sus crías, y que nada temía, salvo el fuego. En una taberna de Fulkeston, Tristran ganó gran renombre recitando de memoria ?Kubla Khan? de Coleridge, el salmo veintitrés, el fragmento de la ?cualidad de la misericordia? de El mercader de Venecia, y un poema que trataba de un chico que permaneció solo sobre la cubierta en llamas cuando todos habían huido. Todo esto se había visto obligado a memorizar en la escuela, y bendijo a la se?orita Cherry por sus esfuerzos para hacerle aprender aquellos versos, hasta que resultó evidente que el pueblo de Fulkeston había decidido que se quedara con ellos para siempre y se convirtiese en el nuevo bardo de la localidad; y Tristran e Yvaine se vieron obligados a huir en plena noche, y sólo lograron escapar porque Yvaine persuadió (a través de qué medios es algo que Tristran nunca acabó de entender) a los perros del pueblo para que no ladraran durante su huida.
El sol quemó la piel de Tristran hasta que adquirió un color casi casta?o y deslució sus ropas hasta que adoptaron la tonalidad del óxido y el polvo. Yvaine siguió tan pálida como la luna, y no cesó de cojear durante las muchas leguas que recorrieron.
Una noche, acampados en la linde de un bosque profundo, Tristran escuchó algo que nunca había oído: una preciosa melodía, pla?idera y extra?a. Llenó su cabeza de visiones, y su corazón de asombro y delicia. La música le hizo pensar en espacios sin límite, en enormes esferas cristalinas que giraban con una lentitud inenarrable a través de los vastos pasadizos del aire. La melodía le transportó, le llevó más allá de sí mismo.
Después de lo que pudieron ser largas horas, o tan sólo unos minutos, la canción terminó, y Tristran suspiró.
—Ha sido maravilloso —dijo.
Los labios de la estrella se movieron, involuntariamente, hasta formar una sonrisa, y sus ojos brillaron.
—Gracias —dijo ella—. Supongo que hasta ahora no he tenido ganas de cantar.
—Nunca había oído nada igual.
—Algunas noches —le dio ella— mis hermanas y yo cantábamos juntas. Cantábamos canciones como ésta, todas sobre nuestra madre, la dama, y sobre la naturaleza del tiempo, y sobre la alegría de brillar y la soledad.
—Lo siento.
—No lo sientas. Al menos sigo viva. Tuve suerte de caer en el País de las Hadas. Y creo que seguramente tuve suerte de conocerte.
—Gracias.
—De nada —contestó la estrella. Entonces, a su vez, ella suspiró y contempló el cielo por entre las ramas de los árboles.
Tristran buscaba algo para desayunar. Había encontrado algunas setas, como la que llaman pedo de lobo, y un ciruelo cubierto de ciruelas púrpura que habían madurado y se habían secado casi hasta convertirse en pasas, cuando vio el pájaro entre los matojos. No intentó atraparlo (se había llevado una gran sorpresa unas semanas antes, cuando después de estar a punto de atrapar una gran liebre gris para la cena, el animal se detuvo al borde del bosque, lo miró con desdén y dijo: ?Bueno, espero que estés orgullosos de ti mismo, nada más?, y enseguida se escurrió por entre la hierba alta), pero quedó fascinado por el ave. Era un pájaro notable, tan grande como un faisán, pero con plumas de todos los colores: rojos, amarillos chillones y azules vivos. Parecía salido de los trópicos, totalmente fuera de lugar en aquel bosque verde poblado de helechos. El pájaro se asustó cuando Tristran se acercó a él; dio unos saltos extra?os a medida que se fue acercando y soltó unos gritos agudos de desesperación.
Tristran se arrodilló junto a él, murmurando palabras de consuelo. Alargó la mano hacia el pájaro. La dificultad era obvia: una cadena de plata atada a la pata del pájaro se había enredado con una raíz que sobresalía, y el ave había quedado allí atrapada, incapaz de moverse.
Con sumo cuidado, Tristran deshizo el nudo de la cadena de plata y la soltó de la raíz, mientras acariciaba el plumaje encrespado del pájaro con la mano izquierda.
—Ya está —dijo al ave—. Vete a casa. —Pero el pájaro no hizo movimiento alguno para alejarse. Al contrario, le miró a la cara, con la cabeza inclinada hacia un lado—. Mira —dijo Tristran, que se sentía bastante incómodo e inquieto—, seguramente alguien estará preocupado por ti.